El historiador ante la Revolución de 1934 en Asturias
Dice el hispanista John H. Elliott en su libro de experiencias personales sobre su labor de historiador, “Haciendo Historia”, que “... si el estudio del pasado tiene algún valor, éste reside en su capacidad humana tanto de revelar las complejidades de la experiencia humana como de advertir contra la opción de descartar como si no tuvieran ninguna importancia los senderos que se siguieron solo en parte o no se tomaron nunca...”. A este respecto, el artículo del historiador asturiano D. Javier Rodríguez Muñoz titulado “Octubre de 1934: la revolución anunciada”, publicado el pasado 7 de octubre viene a reflejar, en la modesta opinión de quien escribe, esos “descartes” por el estudioso de los “senderos” que, a él, no le interesa recorrer.
Tomando, presumo, la dirección de la escuela de Tuñón de Lara, llega a una conclusión que comparten la mayoría de los historiadores de la Revolución y de la Guerra Civil española, que “... Octubre de 1934 sirvió a los conspiradores contra la República de ensayo general para la Guerra Civil, que se desencadenaría poco menos de dos años después”, pero, curiosamente, en sentido contrario según se desprende de la redacción empleada: sirvió a los militares que se sublevaron en julio de 1936 de preparación, no al Partido Socialista (dividido entre los partidarios de Besteiro, Largo y Prieto, hasta el apoyo de este último al anterior para llegar a su bolchevización) –el Partido Comunista, ciertamente, era minoritario y con poca influencia real– que buscaban la guerra civil y que fueron realmente los conspiradores contra la República en 1934. No sé si sería demasiado pedir al historiador que tuviese en cuenta, para al menos citar otras opiniones, las de Ricardo de la Cierva, Pío Moa, Stanley G. Payne, Enrique Moradiellos e incluso Gabriel Jackson, pero sí podría recoger otras, verbi gratia, de Madariaga (al que cita): “... El alzamiento de 1934 fue imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la CEDA era inatacable, inatacable y hasta debida desde hacía mucho tiempo. El argumento de que Gil Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era, a la vez, hipócrita y falso...” (“España. Ensayo de historia contemporánea”); de Julián Marías: “... La República murió entonces, fue la negación de la democracia, el no aceptar el resultado de unas elecciones limpísimas...” (LA NUEVA ESPAÑA, 6 de junio de 1996); Sánchez Albornoz: “... La revolución de octubre, lo he dicho y lo he escrito muchas veces, acabó con la República...” (“Mi testamento histórico-político”).
Retomando las palabras de Elliott, “... el reto al que se enfrenta el historiador es ver y experimentar ese pasado a través de sus ojos, en tanto que sabe, pero intenta ignorar, lo que sucedió después. Consiste en hacer comprensibles los motivos de sus acciones a aquellos que no comparten sus valores, actitudes y puntos de vista y además viven en un entorno muy distinto. Es entrar en el pasado con imaginación manteniendo todavía un pie en el presente y estar alerta siempre a nuevas vías de abordarlo...”.
Pero eso no significa que el historiador tenga derecho a reescribir la historia, pues, con cita última del hispanista británico, “... El pasado tiene un modo inquietante de regresar para trastornar el presente y, cuando se echa a la historia a la fuerza por la borda, se puede contar con que volverá...”.
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