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Negligencias como siempre e inundaciones como nunca

31 de Octubre del 2019 - José María Casielles Aguadé

Recuerdo de cuando era un chaval de 10-15 años (1946-51) que periódicamente se producían graves inundaciones en Valencia. Cuando la situación económica permitió acometer una política hidráulica, que aún hoy nos beneficia y computa en nuestra cuenta de energías “renovables”, se realizó el encauzamiento adecuado del río Turia, y se terminaron las inundaciones de Valencia que, con las mismas “gotas frías” de antes, dejaron de ser “devastadoras y pertinaces”. Muy posteriormente, tuve ocasión de visitar la hermosa ciudad levantina del Turia y comprender “el milagro hidrológico”. No hace falta ser geólogo –como es mi caso– para entender la causa: en cualquier punto de Valencia por donde pasa el Turia se puede observar perfectamente el lecho normal del río, y la amplia terraza canalizada de inundación. Se acabaron los problemas, la gota fría, hoy rebautizada como “Dana”, y el cambio climático catastrófico en ese punto.

Por otra parte, recordemos que en el viejo plan de Bachillerato del -38 (de siete años), casi homologable con su contemporáneo y homólogo “abitur” alemán, estudiábamos que el clima mediterráneo del Levante español se caracteriza entre otras cosas por “lluvias torrenciales de régimen muy irregular”; y de ahí sigue una tercera consideración importante, que son los datos aportados por Meteorología: sesenta litros por metro cuadrado y hora se consideran ya “lluvia torrencial”. Pues bien, estos 60 l/m2 h alcanzan una altura de seis centímetros sobre un depósito de un metro cúbico; y que 100 l/m2 suponen una altura de 10 centímetros en el mismo depósito de referencia. En ambos casos, unos volúmenes así son perfectamente drenables por el modesto desagüe de una bañera normal entre seis y diez minutos.

¿Cómo contemplamos pues esas terroríficas imágenes de torrentes llevándose cientos de coches por delante?

Por dos razones fundamentales: las pendientes del terreno acumulan enormes y rápidas masas de agua en las vaguadas, y las insuficiencias de conducción, obstrucciones y deficiencias de mantenimiento de los desagües hacen el resto para llegar a la más catastrófica inundación, que anega garajes, bajos de negocios, carreteras y vías de ferrocarril próximas, y sume en la miseria a miles de familias. A veces, el codicioso llenado de embalses –habitualmente raquítico– hasta casi el límite de su capacidad obliga finalmente a descargarlos en el momento más inoportuno para los ciudadanos. En este panorama de desatinos, el factor más grave y culpable suele ser la deficiencia de mantenimiento de los cauces de los ríos, que compete fundamentalmente a las confederaciones hidrográficas, y que deben vigilar también las CC AA; y al relajamiento de los ayuntamientos en la revisión y reparación de muy graves fallos y descuidos en la red de aguas residuales de las ciudades, en muchas de las cuales se ha prescindido de buena parte del alcantarillado original y no se comprueba la eficiencia de la red. Como las inundaciones se relacionan con cambios meteorológicos, las compañías de seguros las atribuyen a “causas naturales”. Consecuencia de todo ello es que el paganini último es –como siempre– el ciudadano de a pie, Juan Español.

Los tribunales de Justicia dicen no tener pruebas inculpatorias suficientes; de modo que los españoles tendremos que empezar a buscarlas y revelarlas, y en eso estamos.

Tampoco son ajenas a estas “responsabilidades” la concesión de licencias de construcción indebidamente otorgadas en “zonas inundables”, que hemos de exigir delimitar “a priori” en los planes de urbanismo vigentes.

La reiterada aparición de baches en las mismas calles y localizaciones año tras año se debe en la mayoría de los casos a viejas roturas o fisuras en la red de tuberías de agua, con el consiguiente arrastre subterráneo de materiales arenosos y el peligro añadido de contaminación biológica. Los intentos de arreglo no deben realizarse con simples asfaltados en superficie, sino con tratamiento en profundidad donde están las causas. Es obvio que será más caro, más serio y más eficaz; también se reducirá el consumo inútil y su gasto permanente.

Todos los alumnos del viejo BUP (Bachillerato Unificado Polivalente) del -38 sabemos que las “ramblas” catalanas son antiguos cauces de ríos que hoy “se han convertido legalmente” en calles. Geológicamente no ha habido tal conversión, de modo que los ríos que no han sido notificados no se han enterado de las arbitrariedades municipales y vuelven a sus cauces con todo derecho. El mismo fenómeno, multiplicado por desconsideradas alturas, se repite ante los edificios de primera línea de las playas, en las que presuntos “solares” han robado terreno al mar, hasta que el mar vuelve por lo que es suyo. La inmensa mayoría de la costa levantina está en estas circunstancias.

España está dormida en el pesado sueño de sus instituciones.

¿Hay soluciones? Sin duda. Quienes tienen atribuciones de Gobierno o deban ejercer su papel de oposición a cualquier nivel institucional –Estado, CC AA, diputaciones o ayuntamientos– han de dedicar menos tiempo a “cortar cintas” y aparecer en TV y muchas más horas a trabajar silenciosamente con sus equipos técnicos en enterarse dónde están los problemas públicos y cuáles son las soluciones pertinentes para los ciudadanos. Dicho de otro modo: hablar menos y realizar más. Es lo que quiere Juan Español y sus cuarenta y siete millones de hermanos.

Resumiendo y concretando: los ríos no son basureros; han de mantenerse limpios, sancionando cuando sea preciso a personas y empresas que los utilizan como vertederos. Las playas merecen igual atención. Las ciudades deben tener expedita toda su red de aguas residuales, comprobándose esta circunstancia con la periodicidad necesaria.

Los ciudadanos españoles queremos ya librar a nuestra Patria de aquel deplorable aforismo latino. “Gnosco meliora, deteriora sequor” (“Conozco lo mejor y sigo lo peor”).

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