Espero que no tenga razón
El barrio en el que habito cuenta ya con unos años, los suficientes para que una parte considerable de su población sean personas mayores, muchas de ellas habitantes solitarios que, cada día, tienen que resolver con gran esfuerzo la tarea de sobrevivir.
Una mañana en la que me dirigía a resolver mis quehaceres diarios, me crucé con un anciano octogenario que avanzaba lentamente apoyado en su bastón por una de las más transitadas y empinadas calles de la zona. Me llamó la atención cuando percibí, al mirarlo, que con con su mano libre se tapaba un lado de la cara con un pañuelo ensangrentado y, ante la incomprensible indiferencia de la gente, me aproximé a él y le pregunté que le pasaba. Separó de la cara su pañuelo y pude ver la brecha que lo había teñido de rojo. ¿Se ha caído? Sí, tropecé, me contestó apenado. ¿Se encuentra usted bien? ¿Le acompaño hasta el Centro de Salud? Pero él, con gran educación y el orgullo que su edad le imponía, me contestó: "gracias por su interés, pero mi casa está próxima y estoy deseando llegar a ella".
Insisto en ayudarle al verle tan desvalido, pero no era su torpeza ni su herida lo que más le dolía, sinó la falta de humanidad que acompañó a su caída. Me contó, que mientas se recuperaba del golpe, alguien aprovechó para quitarle su preciada bolsa de comida que acababa de comprar y que, junto con él y su bastón, habían terminado en el suelo.
Le transmití mi pesar por ello y él, sacando toda la fuerza y dignidad de su ancianidad pisoteada me espetó: "Este es un país de mierda". Me dió de nuevo las gracias y siguió con su lento caminar hacia su tan deseado destino y yo, en direccion opuesta y apenada por lo ocurrido, meditaba en su contundente respuesta e intentaba consolarme diciéndome: "espero que no tenga razón".
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