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Progresistas y progresistas rotundos

24 de Noviembre del 2019 - José María Casielles Aguadé

Dicen los expertos de la Real Academia Española (RAE) que “progresista” es una persona que se preocupa del progreso “sin anclarse en el pasado”; sino con miras al futuro. Nada que ver pues con la Memoria Histórica asimétrica o hemipléjica, porque progresar es sinónimo de adelantar o avanzar, y no de mirar obsesivamente para atrás.

Los atropellados acontecimientos políticos poselectorales, nos informan desde el Gobierno provisional que con la coalición social-podemista pasaremos del progresismo a secas al progresismo “rotundo”. No sé lo que pensarán mis viejos y buenos amigos socialistas –que también los tengo– de esta redonda afirmación del presidente Sánchez, que les minusvalora lamentablemente. En mi vida política he conocido socialistas magníficos, como el difunto catedrático y rector Peces-Barba, que nos manifestó en el aula parlamentaria del Principado de Asturias que las autonomías españolas superaban con creces a muchas añoradas federaciones republicanas; Francisco Vázquez, brillante alcalde de La Coruña y excelente embajador en el Vaticano, nos emocionó en Cudillero con un espléndido discurso sobre la Hispanidad; Joaquín Leguina, delegado del Gobierno en Madrid, ha sido siempre paradigma de sensatez, y Javier Solana, jefe de la Diplomacia de la UE durante años, recientemente galardonado con el premio “Princesa de Asturias”, ha sido ejemplo de caballerosidad y eficacia, desde que lo conocí en la III legislatura del Senado. Lástima que personas tan valiosas estén en el dique seco del PSOE. Para ser justo y equilibrado he de deplorar también situaciones similares en otros partidos, lo que ha llevado a que líderes inexpertos de todos los colores cometan errores de bulto, verdaderamente infantiles. Todo parece indicar que falla la democracia interna en los partidos, como previene la Constitución.

Está claro que la sociedad requiere gestiones de derecha e izquierda; basta con intentar abrir un tarro de espárragos con una sola mano para convencerse. El centro político ha de funcionar como el agua tónica, combinando con distintos sabores fuertes para diluirlos; desconocer esto explica el triste fallo del meritorio Cs, en las últimas elecciones, después de batirse con éxito en Cataluña durante años.

Creo que es demasiado pronto para elucubraciones tempranas sobre el futuro. Como ante la legislatura anterior, quedan por delante etapas muy complejas: investidura, formación del Gobierno (particularmente heterogéneo y difícil, a pesar de los equilibrismos de las plurales vicepresidencias previstas); programa concreto (que ha sido escamoteado con inconcreciones como “social”, “progresista” y otras lindezas similares); pero que quedó mal cualificado con el desprecio a la prensa y sus temidas preguntas. Por otra parte, es más que aventurado suponer que la legislatura viva durante cuatro años, como atrevidamente se augura.

Se ha de reconocer que la estrategia de Sánchez ha sido cautelosa: si faltasen diputados electos para la mayoría, como así fue, habría que pensar en cubrirlos con supuestos “afines” de Podemos, tragando recelos; si con ellos tampoco así son suficientes, habrá que pensar en recurrir a incómodos nacionalistas y a anticonstitucionales jurídicamente infumables. “Demasiao pal body”, que diría un castizo; pero así es como se explica la “exquisita prudencia” y manifiesta ineficacia con la que nuestras meritorias fuerzas de seguridad tienen que tratar a los protagonistas de los escandalosos motines en las calles y carreteras catalanas que, a pesar del escamoteo informativo que reflejan los MCS, nos llegan a diario; porque todavía no estamos en Tanzania. Para más inri, estos desafueros se financian con la copiosa deuda de Cataluña con el Estado español, que ellos no amortizan y pagamos los demás.

Ni aquí, ni en el resto de Europa se puede admitir, y ni siquiera entender, que partidos políticos como Ezquerra Republicana de Catalunya (ERC) puedan tener representación en el Parlamento de España, ni que simplemente hayan sido oficialmente registrados a este fin, cuando la Constitución vigente de 1978 declara que el Estado español es una Monarquía. En Francia no se registran partidos monárquicos porque su forma de Estado es la República. En Alemania no se registran partidos nazis ni comunistas. No creo que sea preciso ser catedrático de Derecho Constitucional para entender esto.

Si, por otra parte, consideramos el campo de la política exterior, el panorama no resulta menos triste. España, que es una de las monarquías más antiguas del mundo, con más de mil trescientos años; dos angustiosas repúblicas, con un total de diez años; cuatro siglos de vastísimo imperio; una lengua –el español– que ya hablan quinientos ochenta millones de personas, y se encuentra tutelada por veintiún academias de diversos países; y todo el inmenso patrimonio histórico, cultural y artístico que atesora, muestra una inexplicable opacidad en las instituciones internacionales en las que estamos integrados: entre los veintiocho países de la UE, ocupamos el 3.º-4.º lugar con un peso político ridículo. La hispanidad, con cuatrocientos años de historia, está funcionalmente muerta en América y Filipinas. Nuestro idioma crece con mayor vigor fuera que dentro de España, con vitalidad verdaderamente milagrosa. Sobra tarea y falta voluntad.

Y atención a los políticos. No deben olvidar que, como decían los latinos de las murallas de Roma, nuestra Constitución es también “res extra comertium”, es decir, con eso no se puede negociar.

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