El Pontón
Rueda el río ladera abajo, partiendo en dos mis primeros años, el del crecer cotidiano y el del verano, y cierto es que, desde la distancia, no encuentro mejor frontera del tiempo que la marcada por aquel periplo anual, cuando, mediando cada San Juan, ocupaba plaza trasera en el Gordini de mi tía, buscando, con mis abuelos maternos, el norte verde, y el mar.
Dicen, y es cierto, que el viaje es tan importante como el destino, aunque yo por entonces, y quizás debido al ansia por llegar, no lo veía así. El camino era largo, arduo y complejo, nos costaba casi un día entero desgranar sus paradas, ritos y visitas, muchas de aprovisionamiento, otras de cortesía, todas ellas impuestas por una antigua, inveterada e indiscutible costumbre que nunca se me ocurrió ni siquiera cuestionar.
Abandonar la ciudad con aquella carga de enseres y ultramarinos a primeras horas de un normalmente asfixiante día de junio era ya labor iniciada en vísperas, y ni acordarme quiero de los calores con que nos golpeaban los trigales de la primera parte de la travesía, hasta alcanzar el alto Esla, Huelde arriba.
Pasadas ya las carnicerías de Riaño de mi abuela, el vermouth del Parador de turismo de mi abuelo y las últimas vegas del puerto leonés, glaciares de cereal, en las que, al paso, yo trataba de escuchar, con enorme ilusión, el canto de las codornices, llegaba por fin la hora de pasar “al otro mundo”, cuya puerta olía siempre a un bosque inconfundible y al musgo de la Fuente del Infierno, donde nacía el río con cuya inocencia y pureza mi tía se afanaba en rellenar todas aquellas garrafas, apiladas ordenadamente junto a hogazas de pan, paquetes de carne, latas de aceite y maletas, en un maletero incomprensible.
Luego llegaba Oseja, parada lenta, con el Hostal y sus dueños, y después Soto, Cobarcil y su tendero, la primera bajada al río, ya hecho, y los Beyos, interminables, donde mi abuelo me enseñaba a buscar fresas silvestres en los matorrales de la carretera, entre mis mareos, el olor de la hierbabuena, los peones camineros, las canciones del viaje, el queso –qué de queso, Dios mío–, los salmones y los pescadores, como aquel señor que recuerdo saludó un año a mi abuela desde la ventanilla de un imponente coche negro, después de que una notable comitiva de motoristas de guantes blancos hubiera obligado a mi tía a estacionar nuestro coche para dejarles paso.
Pasadas las peores curvas, y con ellas la casa de la tía Adosinda, en Cangas, estaba, al final, enorme, extremadamente ordenada y atendida, la casa de mi padre, con mi abuela paterna y mi tía, dentro, cargadas de bondad, ternura y arroz con leche, y, justo detrás, el mar y el verano, en el que yo me perdería larga, inexorable y felizmente, hasta que, mucho tiempo después, el desandar del camino me hiciera atravesar otra vez la puerta de los mundos, que en el retorno olía a heno y hierba seca, a libros y a bolígrafos Bic.
Y así cursé mi infancia, pensando, feliz pero erróneamente, en la necesaria e inexorable alternancia entre uno y otro lado, sin saber que la vida no está hecha de compartimentos estancos, y que todo es al final lo mismo, llenando una maleta de tiempo y sentimientos.
Han pasado muchos años desde aquellos viajes de la infancia, y aunque hoy, con otros medios y por diferentes caminos, suelo alcanzar el mismo destino en apenas dos horas, no me resisto a dejar del todo el Pontón.
Seguramente porque la última vez que pasé por el puerto vi a mi abuelo cogiendo fresas en un recodo de la carretera, a mi abuela saludándome a lo lejos, desde un coche blanco, a mi tía ofreciéndome agua y, ya en lo alto, a un niño sentado, merendando arroz con leche y empeñado en ver el mar, mientras a su alrededor cantaban las codornices.
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