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Don Antonio Viñayo González, el archivero y el bibliotecario (II)

3 de Diciembre del 2019 - Agustín Hevia Ballina

Bien quisiera glosar cumplidamente la figura del que alcanzó a ser Archivero y Bibliotecario eximio, investigador y poeta, hacedor y artífice de la palabra bien dicha, de las sapiencias repartidas en profusión y con generosidad inabarcable en los diarios parámetros de una vida, colmo de humildades e invitadores paradigmas, abocados y conducentes a copiar modelos de un alma sacerdotal y humanista en grado sumo, del Archivero llamado a guardar en las radicalidades de la mente y de la memoria viva de la Iglesia y del Bibliotecario que, con generosidad plena, conduce a sus seguidores a abrevarse en los libros, amigos óptimos, que no pueden menos de ofrendarte rimeros y tesoros esplendentes de la más rica sabiduría.

Como una presencia de grato mordiente, que quiere saltarse y brotar de los hontanares de la memoria y del recuerdo del maestro y amigo, que fue don Antonio, mientras esto escribo en reminiscencia cálida de quien, por tantos motivos, quiero exaltar, como es de justicia hacerlo al que siento cual un maestro de altas sapiencias y como un amigo, del que me resulta imposible desgajar la condición de discípulo, entre añoranzas sin número y casi con el alma a flor de piel, no puedo menos de evocar con emoción mi primer acercamiento a don Antonio y a lo que podríamos denominar su Biblioteca, su Librería que era la de aquel Seminario en que yo había empezado a coger alas para elevarme a la meta de unos estudios cargados de Humanismo greco-latino y de lengua hebraica y aramea, además de las tomistas esencias de la Filosofía y la Sacra Teología, estudios que dejarían marcada el alma con los efluvios de la carrera sacerdotal, que un día abocaría a dejar tu espíritu trascendido para siempre por el sello y la marca indelebles del carácter sacerdotal. Había osado yo, precoz investigador, acercarme a los saberes de don Antonio, en aquella tarde-noche de aquel febrero de 1954, para mí objeto de la mejor recordación. El Bibliotecario Viñayo tuvo la deferencia de acompañarme en la búsqueda de unas páginas que me ayudaran a pergeñar una humilde investigación sobre la Egloga IV de Virgilio y su mesianismo, tal como nos lo había osado imponernos a sus discípulos el profesor de Latín don Isidoro Muñoz Valle, alma también depurada y purificada en los sublimes y doctos crisoles del Cristiano Humanismo. La casi penumbra de la Biblioteca, el silencio solo interrumpido por el rasguear de los bolígrafos y los lápices, me dejó en el alma impresión duradera: más me parecía un templo del Dios Altísimo que un recinto dedicado al saber y a las musas.

Recuerdo cómo don Antonio me ayudó a traducir los versos isidorianos: “Aunque te cueste creerlo, he conseguido acumular tantos libros como hombres, reclutados por las legiones, son conducidos a las armas. Mira, me dijo el bibliotecario, maestro y guía, fíjate qué hermoso es este verso: “El escriba no tolera a nadie hablando a su lado”, y este otro: ”Aquí emiten resplandor los venerandos volúmenes de ambas leyes”. Fíjate también en este mandato del Libro del Apocalipsis: “Tómate el libro y devóratelo”. Apréndetelo, remachó don Antonio. Y a fe que asumí el consejo frente a tantos libros de mis personales lecturas.

No me desviaré del libro del profesor Fernández Cardo: reverentemente voy asumiendo lecciones, ideas, prosa bien articulada, que se va adentrando en los entresijos del alma. Hay figuras de lenguaje con profusión, hay párrafos, que te encandilan; hay encuentros con personas muy conocidas y muy amigas: Ana Suárez, que te deja el alma plena de regustos en su introducción al libro. Gregoria Cavero Domínguez, investigadora experta y copartícipe con tantos de admiración y afecto al maestro. Etelvina Fernández González, asturiana y mierense de pro, que amadrinó el encumbramiento de don Antonio a las cimas de la vida universitaria, cuando la Universidad de León lo proclamó Doctor Honoris Causa.

Don Manuel Viñayo González, sacerdote, el Prefecto de Disciplina, quien me inició en los vagidos primeros de la Filología hispana, en sus clases de Historia de la Lengua, ofreciéndome siempre perspectivas de amigo y de consejero eficaz, que me abrieron paso a una dedicación a las Humanidades Greco-latinas, primero, y, más tarde a la Filología Bíblica Trilingüe, en la Pontificia Universidad Salmanticense.

SUMARIO:

Un libro grato para loa y alabanza del maestro y el amigo

Allí fue satisfacción íntima y plenitud de encantamiento el encontrarme conmigo mismo, en diversas notas y apuntes sobre la Biblioteca del Seminario Ovetense. Allí me sentí en el cenit de mi regusto intelectual, al leer un párrafo, en que quise sintetizar mi afecto hacia don Antonio a la vez que mi admiración absoluta y total. Era a los pocos días del fallecimiento de don Antonio y, en una cálida semblanza In memoriam, como asumiendo la persona y el sentir de todos los eclesiásticos de Asturias, escribí en LNE, calificándole “entre leonés y asturiano”. Tales eran mis palabras transidas de la más honda emoción:

”En don Antonio todos sus amigos hemos encontrado un alma hermana. A quien reverencias o a quien admiras y en quien te miras para reflejar su modelo, a quien te esfuerzas por imitar, como sacerdote, como archivero, como bibliotecario, como hombre de la cultura, como a un dechado de virtudes cristianas, como a un maestro, como excelente pedagogo, siempre dispuesto para un servicio de amigo, desde su palabra cálida y alentadora”.

Nos hallamos reunidos en esta tarde en un ámbito privilegiado de esta bienamada casa, que considero un poco como la mía, para evocar a un persona querida y sobresaliente en tantas facetas de Historia y de Cultura. Queremos hacer presente, como lo ha hecho el doctor don José María Fernández Cardo, al sacerdote, cuyo primer destino, siendo secretario particular de don Benjamín de Arriba y Castro, fue el de capellán de Nuestra Señora del Rey Casto, cuya trayectoria de siglos vino acompañando la vida catedralicia ovetense, y cuyas raíces hincan posiblemente, en siglos en que todavía estaba vigente en Asturias el rito Hispano-mozárabe, conformando los antiguos capellanes del Rey Casto, un cuerpo quizá similar al que sobrevive en la catedral de Toledo, observante de las reliquias hispanas. Lo cierto es que don Antonio me hablaba siempre del orgullo con que ostentaba aquella primera encomienda en la Catedral, como capellán de la misa de ocho en la vetusta capilla.

Profesor del Seminario de Oviedo y hombre de sapiencias ilustradoras de los Fundamentos de la Teología lo fue don Antonio Viñayo, y no en vano, con fino olfato, don José María resalta esta faceta del “Seminario de Oviedo”, con una entrada en su Diccionario Biográfico, que supera en extensión a todas las demás.

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