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Gratitud a las madres Antígonas de la Argentina

17 de Mayo del 2010 - Armando Miranda Iglesias (Uviéu)

Más allá de la banalización consumista del comercialmente proclamado «día de la madre», parece justo –incluso egoístamente justo– rendir homenaje a las madres, a todas las madres.

Hay imágenes que expresan de modo conmovedor el concepto que entraña la palabra «madre». Una bien puede ser la conocida fotografía de Pisco del Gaiso que nos muestra a una india guaja amazónica, «resuelta en lunas», agachada, amamantando «hilo a hilo» a la cría de un jabalí, mientras sostiene a su bebé adormecido contra su hombro tras haber sido también alimentado. A diferencia del famoso dibujo de Picasso dedicado a la maternidad, probablemente no hubiera arrobo ni en los ojos ni en la expresión de su cara; de hecho, la foto no nos la muestra, sólo enseña lo esencial: su compromiso con la cadena de la existencia. Estamos, pues, ante una madre de la vida, de todas las vidas.

Otra potente imagen de maternidad es la «Pietà Rondanini» de Miguel Ángel, una aparentemente inacabada escultura expresionista, que parece salir de la piedra para hacerse carne. En ella, una madre, que se adivina más joven que su hijo, sostiene el cuerpo exánime de éste, intentando fundir en él su propio dolor para mitigar su muerte. Dolor materno, duro y mineral.

Y hay una tercera, también una escultura, la «Madre del emigrante», en Xixón, obra de Mauro Muriedas, a la que el pueblo, muy cabalmente, dio en llamar la «Llocal Rinconín» pues ese aire enloquecido que la despeina no hace sino acentuar su afilado desgarro, y ese brazo extendido hacia el inabarcable océano, más que despedida parece preguntar ¿dónde está mi hijo? Porque el océano, además de distancia y desierto, es, no pocas veces, insondable sepultura.

Ahora comparémoslas: las tres fueron, son, admirables dadoras y guardianas de la vida.

La primera se nos aparece en un instante, al principio de su entrega a tan ardua tarea. Su abnegación inspira ternura.

Ante la segunda, en cambio, nos asfixia la mera intuición de su íntimo y recogido dolor; el duro golpe dado a sus desvelos despierta nuestra solidaridad.

¿Y la tercera? ¿Y esa mujer que, a diferencia de la anterior, está absolutamente desposeída pues no tiene a quién abrazarse tan siquiera para llorar su infinita pérdida? Si acaso, la rabia y la impotencia son las sensaciones que nos embargan, pues la solidaridad no basta para afrontar un drama que golpea con cada latido y recorre todas las venas.

Y surge una reflexión, aunque pueda parecer obscena: si el dolor se pudiera medir, ¿cuál sería más intenso e inmenso, el que adivinamos en la madre de la Pietà o el de la Lloca?

¿Cuál preferirías para ti? ¿Un dolor con principio y final o un dolor sin fin?

Y a continuación surgen las preguntas: ¿cuántas mujeres, cuántas madres, hijas, hermanas, abuelas, compañeras, novias o esposas fueron tan brutalmente desposeídas? ¿Cuántas continúan estándolo hoy? ¿Por qué? ¿Por quiénes?

¿Qué harías tú?, ¿dudas?

Hay madres como la de la Pietà y como la Lloca que encontraron la respuesta en su mismo dolor y en su propia rabia y por eso reaccionan como la india guaja del Amazonas: sintiéndose madres de todos los hijos y ejerciendo como tales su compromiso con la cadena de la existencia.

Madres que, cubiertas con un pañuelo, hace ya muchos años, comenzaron a dar vueltas alrededor de una plaza. Madres que aún hoy quieren que un dolor como el de la Lloca pueda suavizarse, hacerse insoportablemente humano, sí, como el de la madre de la Pietà.

Por eso hoy, que ya no es el «día de la madre», madres y abuelas Antígonas de la Argentina, os damos las gracias por vuestro amor; gracias en nuestro nombre y en el de vuestros viejos hijos de España que aún siguen desaparecidos y negados; gracias por la lucha que acabáis de emprender contra los Creontes que aquí, aún hoy, intentan seguir humillándonos.

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