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Don Rafael, maestro de huellas imborrables

9 de Mayo del 2010 - Agustín Antonio Hevia Ballina

Don Rafael, el Deán emérito catedralicio, el hombre, el sacerdote, el eclesiástico, el hombre de Iglesia, el sabio, el filósofo, el maestro, el humanista y el amigo del alma se nos ha muerto, dicho así con ese equivalente al dativo simpatético latino, con ese «nos» que sugiere la mayor correspondencia y afinidad afectiva, el mayor compromiso de cariño y afección íntima, que expresarse puede y que la lengua castellana es capaz de dejar traslucir. Me llegó la noticia vía Roma, a través de Don José Luis González Novalín, con quien hablaba ayer por la tarde, para decírmelo así afectuosamente, cariñosamente: «Don Rafael se nos ha muerto», indicándome que todos estábamos implicados en el dolor más íntimo del corazón.

Con la emoción a flor de labios, con el alma embargada por la noticia, me senté ante el ordenador y me puse a pergeñar estas cuartillas, en que dejar patente los sentires que a la mente me iban aflorando. No dejé, con todo, que los sentimientos me obnubilaran el alma, para que con la mayor lucidez, sin alharacas de falso sentimentalismo, dejara traslucir el perfil que me sentía en obligación de dibujar sin temblarme el pulso, sin apartarme de las líneas rectas que él solamente supo reflejar, sin más guía que la objetividad, aun a costa de no dejar rienda suelta a la amistad.

La figura de Don Rafael es como la de un diamante que cuanto más quieres afinar en la percepción y en la talla de sus casi innumerables facetas más enriquecedora se te ofrece su contemplación, a la vez que más dificultosa te va resultando la talla y el pulido de cuanto es capaz de ofrecerte. Quisiera dejarte enriquecida la personal figura que cada uno de los que le conocíamos llevamos muy en el hondón del alma, perfilada con caracteres de entrañable.

Don Rafael, en lo humano, se nos ofrece en nuestra personal visión como el hombre, nacido en una familia hondamente cristiana, con todas las bazas a su favor para, desde su nacencia, llegar a madurar en plenitud de realización. Su familia, su pueblo, su compromiso con la urdimbre de una geografía entrañable fueron prerrequisitos para que cuajaran sus vivencias en logros de cristiana consecución. Con el «homo naturaliter christianus» por base, («el hombre, un ser por naturaleza cristiano») del inmortal Padre de la Iglesia Tertuliano, fue creciendo, como Jesús en el Evangelio, «en edad, en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc. 2,52) .

Subtítulo: Semblanza desde la amistad de un sacerdote entregado y abnegado

Destacado: Fue un hombre con el dominio de la palabra justa, equilibrada, elegante y persuasiva; el hombre feliz en el ejercicio de la dialéctica, de la retórica y de la oratoria

Estudios primeros en la escuela de primeras letras, estudios humanísticos y filosóficos en el Seminario de Oviedo, estudios teológicos en la Universidad Gregoriana de Roma, estudios jurídicos en las universidades de Oviedo y de Salamanca fueron para él como golpes de cincel que fueron puliendo su mente y moldeándola y dando solidez a su pensamiento, que cada vez se enriquecía más y se volvía más tenaz, para mostrar el edifico de una mente perfectamente amueblada y equipada para la acción y la dedicación filosófica, para la defensa de las verdades y los dogmas, que él llegó a considerar como postulados inalienables de su espíritu, de sus sapiencias y de su saber estar ante la vida, ante la historia, ante las circunstancias más variadas y ante las convicciones más íntimas de su recia personalidad.

Poco a poco, rasgo a rasgo, pincelada a pincelada, golpe a golpe de cincel, palabra a palabra voy consiguiendo hacer emerger al hombre íntegro, a la persona y al amigo de lealtades, al auténtico caballero que él sabía ser en todos los instantes de la vida y de sus personales vivencias, voy dando configuración a conceptos que se agolpan a la puerta de los labios, pugnando por salir a flote en la luz de la transparencia, al humanista cristiano que, en cuanto él puso mano, dejó traslucir.

Don Rafael, maestro de numerosas generaciones de sacerdotes, que dejó huellas inextinguibles e imborrables en las mentes de sus discípulos, desde las aulas seminarísticas y universitarias, Don Rafael, el hombre del dominio de la palabra justa, equilibrada, elegante y persuasiva, el hombre feliz en el ejercicio de la dialéctica, de la retórica y de la oratoria, domeñador de palabras que pocas veces llegaban a sus labios sin haber pasado por un riguroso tamiz de su aguda inteligencia, el orador sagrado, el predicador, el transmisor del «kérigma» de la Buena Noticia, el catequeta y el catequista cercano a mentes y corazones, el filósofo, el teólogo, el mentalizador de quienes quisieran seguir su actuar y su posicionarse ante la vida. El varón de espiritualidades vívidas, expresadas en su condición de Vicario Episcopal de Religiosas, de sus afanes y vivencias en torno a Cristo Eucaristía, a través de su consiliaría de la Adoración Nocturna Española.

Don Rafael, el sacerdote entregado y abnegado, el ministro de Cristo, el testigo fiel de la verdad, el apóstol siempre en todo su actuar, el ministro y el servidor de la palabra y de los demás, el confesor, el amante de la Casa de Dios, el sirviente del templo para él por antonomasia, de su Catedral del alma, de la niña de sus ojos, de planes directores para ella, para aplicarlos a embellecerla, a hacerla más lucida y más ornada, más portadora de estéticas ya en sí inacabables, más transparentadora de fes que entran por los ojos del arte y del espíritu, capaz de mover almas y corazones. De «Histórico Deán Catedralicio», por su entrega a su Catedral, ha venido a ser calificado en estos días de su tránsito de la presente vida a la del Padre.

Don Rafael, erudito, conocedor de hondos saberes, pluma suelta, ágil y elegante, verbo cuidado y transparente, escritor fluido y riguroso –su tesis doctoral sobre «Pacifismo y objeción de conciencia», su «Jean Paul Sartre, nihilista y amoral», sus artículos y trabajos que vienen a acreditarle como sabio investigador, como un auténtico «defensor fidei», un defensor de la fe a ultranza–, su pensamiento siempre lúcido y clarividente apoyado en el método tomista de la más pura y acendrada Escolástica; la persona probablemente más querida, apreciada y respetada de la sociedad ovetense, un hombre de diálogo, acogedor en grado sumo, el hombre de sapiencias múltiples, de humanismo cristiano acendrado, de entregas innúmeras a su condición humana y sacerdotal.

Don Rafael, el hombre de obediencias calladas y sinceras: a la Iglesia, al Romano Pontífice, al Obispo y a los superiores del Seminario, durante su docencia. Impregnado de espíritu ignaciano, a través de los Ejercicios Espirituales, su obediencia no era ciega, pero sí absoluta en cuanto se tratara de verdades de fe y dogmas de la Iglesia y postulados de Moral. No en vano sus dedicaciones intelectuales giraron en torno a la Ética, a la Moral y las exigencias de su conciencia se orientaban desde los principios de la Teodicea o la justificación de que existe Dios.

Estoy rebasando la meta que me tengo impuesta siempre. Don Rafael, siervo bueno y fiel, para usted es la promesa del Señor: reciba el premio de la bienaventuranza eterna.

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