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Valses con y sin Danubio

3 de Enero del 2020 - José María Izquierdo Ruiz

El vals nace como danza campesina austro-húngara, a mediados del siglo XVIII, pero hubo que esperar hasta principios del XIX para que se convirtiera en danza burguesa y aristocrática de salón y hasta 1819, a que tomara el nombre de walzen (girar), por obra de Carl María Von Weber, con su “Invitación al vals”. Era tan popular que en 1814 (congreso de Viena) se decía “el congreso no avanza, danza”. Tal popularidad fue mérito de la dinastía Strauss, especialmente de Johann hijo –el rey del vals– quien, al morir su padre, fusionó ambas orquestas y junto con su hermano Josef difundió el vals por Europa, sin bien el éxito multitudinario lo obtuvo en Boston.

Nadie duda de que el vals, con su compás tres por cuatro, es una hermosa música para oír y bailar, pero es claro que los valses vieneses son parecidos y que su escucha uno tras otro resulta cansina. La Filarmónica de Viena así lo entendió para sus conciertos de Año Nuevo, intercalando polkas, pizzicatos, la broma del Pertetuum Mobile, y rematando con la vibrante marcha de Radetzky. El propio Johann extendió su repertorio a música clásica orquestal, con enriquecimiento de armonías, aceleraciones y ritmos cambiantes, incluyendo valses, como en las operetas “El murciélago”, y, sobre todo, en el bello y variadísimo “El barón gitano”, cuyo inicio con música española hace pensar que se trata de un gitano andaluz y no magiar como resulta ser.

También en los inicios del siglo XIX nacen los hermosos valses para piano de Chopin, de los que cabría destacar su Opus 18, el “Gran vals brillante”.

Siguiendo la estela de Chopin llegan los 16 valses de Brams, Op 39, para piano a cuatro manos, tan elegantes y variados que algunos parecen mismamente de Chopin. Hay quienes dicen que son lo mejor de Brams.

Poco después llegó el querido P. Chaikovski, quien, junto a algunas excelentes sinfonías, se acercó al vals en su ópera Eugenio Oneguini, alternando dos motivos de gran calidad, y tan bonitos que se cebó en ellos en exceso. Muy populares también son su “vals de las flores” y el del ballet “El lago de los cisnes”.

A caballo entre los siglos XIX y XX aparece el alemán Richard Strauss, ajeno al vals vienés y centrado en una extraordinaria música neoclásica, destacando ante todo por sus originales poemas sinfónicos, y óperas y por la comedia musical “El caballero de la Rosa”, la más popular de sus obras, con la incorporación de un hermoso vals.

El genio musical de Debussy tampoco se olvidó de dejar su huella valsística, con su “La plus que lente”, obra de gran originalidad, y con variadísima temática, entre la que emergen motivos de vals.

También el españolísimo Ravel, que vio la primera luz en San Juan de Luz, de madre vasco-francesa, nos dejó el regalo de sus “Valses nobles y sentimentales” y de “La Valse” (1920), inspirada en la desolación que dejó la “Gran Guerra”. Por esta obra le concedieron la medalla de la Legión de Honor, a la que renunció por no creer merecerla. Así era Ravel.

El georgiano Aram Khachaturian (Tiflis 1903-Moscú 1978) es bien conocido en Asturias por la representación de sus afamados ballest “Gayeneh”, con su danza del sable, y Spartacus (1956). Sin embargo, para muchos, su obra más valiosa y original es su vals “Masquerada”, con un arranque explosivo y dos motivos de vals que se alternan entre sí, y con otros temas, hermosos, vibrantes o melancólicos, cambios de ritmo, aceleraciones y pausas. Otro vals fuera de serie es el de la Suite de Jazz n.º 2 (1938) de Shostakovich, pleno de vivacidad y con un trasfondo melancólico.

También se sintieron tentados por el género, Liszt (Valses Mephisto 1 y 2), Granados (Valses poéticos), Manuel María de los Dolores Falla (Vals Capricho), sin olvidar al finés Jean Sibelius.

Entre los valses hispanos cabe citar por su belleza y exotismo los diez “Valses criollos” de Ariel Ramírez, una combinación ingeniosa de vals y tango, que se entremezclan y hasta se acoplan; su exotismo rioplatense se debe también a que el instrumento solista es la guitarra, acompañada de otras cuerdas y de metales como acompañamiento; a cual mejor, si bien cabe destacar el llamado “Santiago del Estero”, pero todos son muy gratos de oír, a pesar de su similitud tímbrica.

Pero quien estuvo en la cima de vals hispano fue Ernesto Lecuona, en el medio siglo XX. Sus nueve valses al piano son fruto de la sensibilidad exquisita del cubano de sangre española: apasionado, romántico, poético, arabesco, patético, maravilloso, brillante, Del Nilo, Gardenia y para voz y piano, Noche de Estrellas; todos ellos expresan sentimientos distintos y propios de lo que vivía y sentía; tal capacidad para poner en música tan diversos sentimientos es comparable a la de Leonardo para trasladar a un dibujo el alma que estaba detrás de los rostros que buscaba en Florencia para su mural “La Cena”. Tal diversidad musical permite a Leocuona, a diferencia de los valses vieneses, que los suyos se escuchen con agrado todos seguidos. Entre los mejores está su “vals brillante”, muy alegre y vivaz, “lleno de saltos de acordes, arpegios y dobles octavas”.

Finalmente, el bostoniano Leroy Anderson (1908-1975), ajeno a sus colegas de Broadway, compone una música originalísima, ingeniosa, variada y traviesa. Entre sus mejores y más populares obras están “Jazz Pizzicato”, “Tango azul”, “Serenata” y “El reloj sincopado”. No tan conocido es su vals “El gato valseando” (y el perro ladrando), muy simpático pues sus mayidos y maullidos alegran el baile; al final el perro ladra y el gato huye despavorido.

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