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Los escándalos de la Iglesia católica

10 de Mayo del 2010 - Constantino Díaz Fernández (Oviedo)

He leído con atención la carta que, bajo el epígrafe «La gran ofensiva que se nos viene encima» publica LA NUEVA ESPAÑA en su edición de fecha 19-04-2010, y confieso, una vez analizado su contexto, aún no salí de mi asombro. La autora, que, por supuesto, merece todos mis respetos, lanza un furibundo y apasionado contraataque a lo que considera una implacable persecución, presentando la imagen de una iglesia vilipendiada, odiada, acosada, víctima de una especie de contubernio universal que busca, con las peores de las artes, su destrucción final, empezando por su cabeza visible: el Papa. Ni a Dante, con su portentosa imaginación, se le hubiera ocurrido un panorama más desolador. No se pueden exacerbar las cosas hasta estos extremos. No se puede, ni profundamente comprometido con una institución, humana o divina, perder el sentido de la realidad con visiones tan radicales y apocalípticas.

No existe la menor duda de que organizaciones promovidas por la Iglesia, como el caso de Cáritas, están realizando una labor social encomiable, y que muchos religiosos, a veces en condiciones infrahumanas, están entregando materialmente su vida en beneficio de los demás sin pedir nada a cambio. No se trata, por tanto, de un juicio a la Iglesia en su conjunto, ni de una conspiración vesánica orquestada para borrarla de la faz de la Tierra, sino un juicio a determinadas personas –demasiadas, por desgracia– que no merecen, o no han merecido, pertenecer a la misma por haber cometido actos vituperables, con el incuestionable agravante de su condición de clérigos, amparados, algunas veces, por la tibieza de aquellas autoridades eclesiásticas que tenían la obligación de poner fin a esos desmadres, y por connivencia en otras.

La Iglesia católica, de origen divino para los creyentes pero gestionada por personas de carne y hueso, no es inmune a las pasiones, instintos y debilidades humanas, incluidas las más bajas; pero, por su particular misión, debería ser muy exigente y rigurosa con el comportamiento de sus miembros, especialmente aquellos que han recibido las órdenes sagradas. En suma, tiene el ineludible y la inexcusable obligación de predicar con el ejemplo.

A lo largo de los siglos, junto con grandes hombres y mujeres que han sido ejemplo a seguir, la Iglesia ha tenido en su interior personas que han representado justamente lo contrario, incluso en sus más altas instancias. Los papas Calixto III y Alejandro VI, de la saga de los Borgia, familia cruel y deseosa de poder, no han pasado a la historia precisamente por su piedad y honestidad, sino por escándalos indignos de la posición que ostentaban. Algunos altos dignatarios, como los cardenales Richelieu y Mendoza, entre otros, han sido, igualmente, exponentes de vidas poco ejemplares. Todo ello sin olvidar las atrocidades cometidas por la tristemente famosa Inquisición, eufemísticamente denominada «santa».

En el seno de la Iglesia, en todas las épocas, siempre ha habido convulsiones y situaciones inconfesables que se ha tenido especial cuidado en no revelar. En los tiempos actuales, en los que todo está mucho más abierto y las noticias recorren el orbe en segundos, resulta mucho más difícil mantenerse opaco. El mayor nivel de información, unido a una más alta formación y libertad de expresión, hace que todo pueda ser analizado y cuestionado. Todos debemos asumir esta realidad y convivir con ella, sin excepciones.

La institución católica, con muchos años a sus espaldas, no puede demorar más tiempo el ejercicio de una exhaustiva y serena reflexión interna para abordar el reto de una profunda renovación; condición sine qua non para poder afrontar y superar los muchos e importantes problemas que tiene planteados y proyectarse al futuro. En este sentido, declaraciones como las del cardenal Castrillón, en las que admite haber felicitado a un obispo francés por no haber denunciado a un sacerdote pederasta, con el beneplácito del papa Juan Pablo II, o las del arzobispo de Valladolid, Ricardo Blázquez, en las que admitiendo la existencia de la pederastia en el seno de la Iglesia, se justifica indicando que también se da en otros ámbitos, como en la familia y en la educación, van, precisamente, en el sentido opuesto.

Constantino Díaz Fernández

Oviedo

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