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El regalo de la amistad de Kike

10 de Mayo del 2010 - Alicia Suárez Botas

Hace ya más de una semana asistí, como tantas personas, al funeral y al entierro de Kike Gómez Haces. En estos días, tan intensos, hemos llorado su pérdida, hemos rezado por ella y, sobre todo, nos hemos acogido a sus cuidados, pues si aquí en la tierra no ahorró esfuerzos a la hora de ayudar a los demás, no dudo de que desde el Cielo nos estará mirando para interceder en las necesidades de cada una de las innumerables personas que hemos tenido la suerte de haberla conocido.

Y eso quería expresar con estas líneas: agradecimiento por el regalo de haber conocido a Kike, es más, por haber sido compañera de Facultad y amiga a lo largo del tiempo, aunque durante bastantes años estuvimos separadas por la distancia física, sin que por eso los lazos que nos unían se enfriaran; es más, se fortalecieron en estos últimos años y, sobre todo, en el transcurso de su enfermedad.

En estos días han aparecido en la prensa muchos artículos que resaltan las cualidades y virtudes de Kike. Con estas líneas quiero dejar constancia de que todo lo que se ha escrito responde a una realidad: desde que la conocí, en aquel ya lejano 1973, siendo estudiantes de COU, y en nuestras andanzas por el campus de la Universidad, Kike vivió con una extraordinaria naturalidad su vocación al Opus Dei y ese saberse hija de Dios marcó hondamente el sentido de su vida y aglutinó todas las facetas de su persona. De su buen hacer profesional y de los caminos que abrió en diversos campos han tratado ampliamente los medios estos días. Sólo reseñar ahora su capacidad de situarse siempre en la piel de los demás, para ayudar, para dar y darse. Kike siempre pensaba qué necesitaba cada persona en cada momento, y por eso era una suerte estar a su lado: ella nunca era la protagonista, ni siquiera en los momentos más duros de su enfermedad. Las veces que fui a verla parecía que la enferma era otra, o que las dolencias y molestias no eran suyas: en seguida preguntaba y se interesaba por lo de las demás. Alrededor de ella siempre había vida, movimiento, mirar hacia delante, con una alegría y un sentido del humor fuera de lo común, y de eso pueden dar testimonio las participantes en las cenas que cada viernes se organizaban en su casa, para tratar temas interesantes y disfrutar juntas. Otro rasgo muy propio era su sentido agradecimiento por todo: por las visitas, por los detalles, por los cuidados –tan lógicos– que se tenían con ella, y su simpatía, cariño y originalidad le llevaron a idear la «cajina del amor»: así llamaba ella a una caja donde metió las cartas, misivas, tarjetas, CD o cualquier objeto que le enviaron a lo largo de su enfermedad; eran todo recuerdos que guardaba para cuando, en su vejez, tuviera tiempo para leer y recordar a sus amistades.

Subtítulo: Su gran virtud, el saber situarse siempre en la piel de los demás, para dar y darse

Así era Kike: su cariño –fina caridad–, su optimismo inquebrantable, su amor a la vida y a las personas le llevaron a exprimir cada día y cada minuto en un servicio alegre y comprometido. Pero esto no es algo que se improvisa: su comportamiento tan natural y heroico en la enfermedad fueron el fruto maduro de su opción libre y constante por el Bien y la Verdad: durante toda su vida, por encima de sus apetencias personales, optó por el Amor a Dios y a los demás, y trabajó con rectitud, sin buscar el aplauso o la vanagloria. Por eso Kike se ha hecho eterna: porque goza del Cielo, que es para siempre, y porque su recuerdo permanecerá vivo en los que la conocimos.

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