Una reflexión hoy para afrontar el trabajo de mañana
El futuro del trabajo o el trabajo del futuro resultan a día de hoy un tema repetidamente abordado no solo desde la perspectiva técnica, esto es, las competencias y habilidades que deberán desarrollar los trabajadores para asegurar la prestación de servicios ajustándose a las necesidades de las empresas, el necesario enfoque de los estudios profesionales para tal adecuación, sino también, por supuesto, en lo que se refiere a la regulación de los desempeños en el ámbito del Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social al afrontar situaciones muy diferentes a las relaciones laborales tradicionales, con líneas de separación en el empleo extremadamente difusas entre el trabajo por cuenta propia y por cuenta ajena, el trabajo subordinado o dependiente, el teletrabajo y la organización de la producción mediante la utilización de las nuevas tecnologías.
En paralelo a tales estudios y previsiones, echo en falta una visión real de lo que hoy constituyen las relaciones humanas derivadas del trabajo, sea cual sea. Cierto es que las instituciones estatales e internacionales apuntan que el trabajo no es una mercancía, que existe un derecho a trabajar dignamente, que su desempeño contribuye a lograr la justicia social e incluso que no es correcto hablar de un mercado de trabajo precisamente por mercantilizar la aportación del hombre a la actividad industrial, comercial o de servicios, pero la práctica diaria, el ejemplo cotidiano de lo que constituye la parte del trabajo en la realización humana, nos muestra en general y desgraciadamente más el aspecto hobbesiano del entendimiento de las relaciones laborales que lo que debería ser "el trabajar con otros y trabajar para otros" al que aludía San Juan Pablo II (Centesimus annus, 31). Sí, en el ámbito actual de las relaciones laborales nos encontramos comportamientos ciertamente no deseables, refiriéndonos tanto a actuaciones de empleadores, que se extienden desde la forma de desarrollo de las entrevistas de trabajo, minusvalorando al candidato, hasta la producción de la extinción contractual, ignorando la sensibilidad del que va a ser objeto del mismo, pasando por la imposición de condiciones de trabajo rozando la ilegalidad (y dentro de una inmoralidad no regulada normativamente), el retraso en el abono del salario, etcétera. Y también actitudes de trabajadores que intencionadamente incumplen sus deberes laborales de diligencia y desempeño de funciones de buena fe, lo que abarca desde la puntualidad hasta la realización del trabajo bien hecho, pasando por el cumplimiento de las órdenes regularmente dictadas por el empresario.
Por ello, creo necesario introducir los principios de la doctrina social de la Iglesia católica en las presentes relaciones laborales para poder afrontar con eficacia los retos que el trabajo del futuro nos presenta, pues de otro modo la mercantilización del trabajo se impondrá sobre una visión dignificadora del mismo. Tales principios han de servir de guía a los católicos, sin olvidar que su validez es universal, pues su letra o su espíritu al menos están recogidos en textos legales y declaraciones internacionales, de la OIT, de la Unión Europea y de la ONU. Así, en primer lugar, ha de considerarse la empresa como una comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera (Juan Pablo II, Centesimus annus, 35); empresa cuyo fin principal ha de ser el servicio de la sociedad, constituyendo aspectos de tal fin la obtención de beneficios y dar soluciones a las necesidades de las personas (Compendio de la DSI, 338). Al tiempo, en segundo lugar, no se puede olvidar que los hombres constituyen el patrimonio más valioso de la misma, de forma que no pueden ser humillados y ofendidos en su dignidad, lo que "Además de ser moralmente inadmisible, esto no puede menos de tener reflejos negativos para el futuro, hasta para la eficiencia económica de la empresa"(Juan Pablo II, Centesimus annus, 35). De este modo, en tercer lugar, el capital y el trabajo no deben oponerse, y como consecuencia el trabajo ha de plantearse de tal manera que quien trabaja sea consciente de que trabaja en algo propio, más allá de recibir una justa remuneración (Juan Pablo II, Laborem exercens, 15), lo que conllevará igualmente que los trabajadores participen de los buenos resultados de la empresa (Juan XXIII, Mater et magistra, 76).
Gráficamente lo ha expresado el Papa Francisco en su discurso en el encuentro con el mundo del trabajo (Génova, 27 de mayo de 2017): "El empresario es una figura fundamental de toda buena economía. No hay buena economía sin buenos empresarios... El verdadero empresario conoce a sus trabajadores, porque trabaja junto a ellos, trabaja con ellos... Comparte las fatigas de los trabajadores y comparte las alegrías del trabajo, la solución de los problemas, crear algo juntos. Y si debe despedir a alguien es siempre una decisión dolorosa, y no lo haría si pudiese".
Realmente poco importarán cuáles sean las exigencias técnicas del trabajo del futuro si no ponemos hoy las bases de las condiciones morales de su desempeño.
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