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La crisis y los empleados públicos

14 de Mayo del 2010 - Pablo Cuesta Menéndez (Avilés)

En un país donde lo cotidiano es que si vas a comprar un piso tengas que pagar una bonita cantidad de dinero en B, como ellos dicen; donde las cifras de ganancias de las entidades bancarias año tras año son escandalosas, y aún así reciben ayudas estatales para inyectar la economía y poner a disposición de los trabajadores de turno las mínimas facilidades posibles para acceder a créditos que luego no van a conceder en realidad; donde los escándalos de corrupción en la clase política son el pan nuestro de cada día; donde tenemos una serie de equipos de fútbol con multimillonarias deudas (muchas de ellas con la Seguridad Social y la propia Hacienda) que pagan multimillonarios sueldos a sus estrellas, que a su vez han recibido (y reciben) cuantiosas cantidades de dinero de organismos públicos para su supervivencia por mucha sociedad anónima que sean; donde disfrutamos de cadenas de TV privadas con también cuantiosas deudas que por regla general sólo sirven para poner de mostrador ante la sociedad a lo más cutre y casposo de esta sociedad a cambio de ingentes cantidades, o TV públicas (por ejemplo las autonómicas), deficitarias pero que sirven para pagar desorbitados precios por retransmisiones deportivas o cuya única razón de ser puede ser el autobombo y promoción del gobierno de turno; donde, según reconocían técnicos del mismísimo Ministerio de Hacienda en el año 2008, el 86% de las fortunas españoles con patrimonio superior a 10 millones de euros eludía sus obligaciones fiscales, patrimonios que si pudieran ser supervisados supondrían una recaudación de 21.000 millones anuales más (aquí hoy día hay que añadir que el impuesto sobre el Patrimonio fue suprimido por el actual gobierno); donde la economía sumergida campa a sus anchas; donde el presidente de la patronal manda a la ruina y deja a su suerte alguna que otra empresa (aunque se permite el lujo de aconsejar lo que debería hacer el gobierno para superar una crisis como ésta); donde el despilfarro en materia de sueldos y dietas por parte de gobernantes (sea del Estado, comunidades autónomas, ayuntamientos, diputaciones, mancomunidades, consorcios) hace que el que tenga un mínimo de vergüenza se ponga cuando menos colorado; donde se habla de una generación ni-ni; donde en fin, podríamos seguir así hasta casi el infinito. Pues eso, en este nuestro país, nuestro maravilloso Presidente del Gobierno ha alumbrado una serie de medidas que suponen un esfuerzo colectivo sin precedentes, en el que no se tocan los pilares del estado del bienestar y que son equitativas, pues pretenden repartir con justicia ese esfuerzo nacional que hoy, como Presidente del Gobierno, pido a los ciudadanos.

A estas alturas, claro está, ya han adivinado que soy funcionario público. Y supondrán que maldita la gracia que me hace todo esto. Pero la poca gracia que me hace es más de contenido espiritual que crematístico. Nosotros, los empleados públicos, ya estamos acostumbrados a sacrificarnos por el bien de todos. No en vano, arrastramos desde el año 1982 un desfase con respecto al IPC que supera los 40 puntos. Pecata minuta en comparación a lo que puede suponer una media del 5% de reducción de haberes, que no significa que para muchas familias sea realmente un quebranto porque quizá mucha gente no sepa que el grueso de la administración pública de este país es mileurista (nuestros sueldos son públicos, a disposición de quien quiera comprobarlos, vamos, igual que los sueldos de los banqueros, políticos y tantos otros), y eso quien llega. No, lo que realmente me indigna es la hipocresía de tanta gente (como se está pudiendo comprobar en todos los medios de comunicación que ahora están dando tanta cancha a estas medidas) que se alegra de que por fin hayan hecho algo contra esta casta privilegiada de trabajadores que somos los empleados públicos. Eso sí, las pensiones sí parece mal que se toquen. Claro, será porque al final todo el mundo va a ser pensionista. Esto es solidaridad, sí señor.

La catadura moral de las personas no se mide por el tipo de trabajo o relación laboral que uno tenga. Y quien es un mangante como empleado público (que los hay), no me cabe la menor duda de que también lo será si desempeña algún tipo de trabajo en el mercado laboral privado (que también los hay). Y eso, los mangantes en todo tipo de trabajos, los hemos padecido todos. En mi vida laboral tengo a bien haber tratado siempre de hacer mi trabajo lo mejor posible, y siempre con la mayor sensibilidad hacia el ciudadano. Y no lo digo sólo por mí, lo digo por los muchos compañeros que en todos estos años he tenido en diversos destinos y departamentos en los que he estado. Sí, por supuesto que siempre hay algún garbanzo negro, que tristemente parece ser que es el que para gran parte de la opinión pública representa a la Administración.

Hablan de casta privilegiada porque nuestras condiciones laborales se respetan. Hay que joderse, y perdón por utilizar este vocabulario, pero es el que me sale. En lugar de protestar porque a uno no le respeten el convenio colectivo (parece que está asumido que el empresario de turno puede hacer lo que le salga del forro de las entretelas, que para eso es su dinero el que se juega) lo mejor es dirigir los disparos contra los que tienen el privilegio (no la justicia, faltaría más) de ejercer sus derechos y obligaciones como trabajador. Eso sí, detallitos sin importancia como la pérdida constante de poder adquisitivo, entre otras, no cuentan.

Una de las argumentaciones más célebres es que nuestros sueldos provienen de los impuestos que pagan todos los españoles, lo cual da derecho a todo el mundo a ejercer de patronal nuestra. Me pregunto si nosotros, los empleados públicos, pagamos impuestos. Y si los pagamos, para qué sirven. No sé, quizás sirvan para financiar las subvenciones que reciben, por ejemplo, los empresarios para hacer determinadas contrataciones de trabajadores, o si sirven para financiar servicios o prestaciones sociales, o para financiar las obras públicas Lo más seguro es que no. Nosotros somos tan privilegiados e insolidarios que esos impuestos seguramente revierten en nuestros propios sueldos.

A la vista de lo que es la opinión pública mayoritaria, quizá deberíamos replantearnos nuestros comportamientos. Quizás sea el momento de que efectivamente empecemos a hacer justicia a esa leyenda que nos rodea: a ir cuatro veces al día al café, que cada uno de estos cafés sea de una hora de duración, que leamos toda la prensa nacional en nuestro puesto de trabajo, que hagamos de la frase vuelva usted mañana nuestra verdadera filosofía, a parte de institucionalizar la mala educación y la cara de vinagre como requisito de acceso a la función pública. Por supuesto, como nadie nos puede despedir (parece ser que no hay régimen disciplinario en nuestro estatuto, que no está contemplada la pérdida de la condición de funcionario), podríamos hacerlo con total impunidad. Si hiciéramos eso quizás empezaría a haber un pequeño cambio en la percepción de la sociedad: imagínense toda esa actitud aplicada a la sanidad, la educación, la seguridad, los servicios sociales, las obras públicas, en la tramitación de subvenciones en materia de vivienda, empleo, industria, agricultura...

Indudablemente, la función pública necesita una reforma profunda. Entre otras cosas porque el despilfarro que hay dentro de lo que rodea la gestión pública es inmoral. Pero es un despilfarro que no se va en retribuciones al personal, sino en muchos caprichos de la clase dirigente: campañas de imagen y promoción, de autobombo; comidas, viajes, invitaciones; obras faraónicas con sobrecostes escandalosos; proyectos inacabados que nunca se pretendieron terminar; externalización de servicios en beneficio de empresas privadas desocupando de funciones a infinidad de empleados públicos con cualificación más que suficiente para realizarlos; duplicidad de organismos, subvenciones para actividades de lo más peregrinas, etc., etc., etc.

Conclusión: una vez más, tendremos que seguir con nuestra progresiva pérdida de poder adquisitivo. Lógicamente, repercutirá en el consumo (¡vaya!, un efecto secundario que quizás no haga gracia a la economía) ¿Será este gobierno tan valiente de ser coherente y seguirá con sus medidas?. Quizás deba congelar todos los procesos selectivos, amortizar miles de plazas, privatizar organismos Quizás consigamos que esa casta privilegiada causante de los males de este país por fin quede reducida a la mínima expresión en cuanto a su impacto sobre la economía. Eso sí, cuando consigamos dejar de ser la causa del enorme y desmesurado gasto público, cuando eso ocurra, y las cosas sigan siendo como vienen siendo tradicionalmente en esta nuestra tierra, a ver a quién se le echa la culpa, a ver dónde se mete mano para arreglar los desmanes que tantos otros han cometido. Francamente, me gustaría verlo.

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