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La guerra de nuestros padres

19 de Mayo del 2010 - Ramón Alonso Nieda (Arriondas)

La derrota tiene algo de positivo, nunca es definitiva. En cambio la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva. A bote pronto hubiera dicho ¡La gallina! Pero Miren Vilella Arriortua me invita, en LA NUEVA ESPAÑA (14.05.10), a reflexionar sobre esta cita de Saramago. Sentiría decepcionarla, pero después de madura reflexión sólo llego al convencimiento de lo que ya sospechaba: que los portugueses y los gallegos son tan primos hermanos como las lenguas en que se expresan. Me explico.

Si te lo encuentras en una escalera, nunca sabes si sube o baja. Podría tomarse por una formulación del Principio de Indeterminación, pero es la conocida definición del gallego (válida también par la gallega), de cuya exactitud y pertinencia puedo dar fe por experiencia propia. Aunque, con la cita de Saramago, Miren me lo ponga a güevo, no voy a incurrir en la cursilada falaz de que las guerras las perdemos todos. Pienso, al contrario, que las ganan siempre los mismos. A mi padre, p. e., le tocó perderla. Digo le tocó, porque no creo que le hayan dado a escoger. Pero aunque el cura del pueblo, que vino del frente de Oviedo con la Laureada de San Fernando, le llamaba con peligrosa ironía Largo Caballero, tengo mis sospechas de que tampoco puso demasiado entusiasmo en ganarla. A mí, por aquellas fechas, todavía no me habían nacido (que para eso del nacimiento tampoco se suele contar mucho con los interesados). Así que no puedo avergonzarme de haberla ganado, ni presumir de haberla perdido (que es lo que se lleva ahora).

Los que ganaron la guerra, por poner solo algunos ejemplos, fueron el padre de Bono, y el padre de Rubalcaba, y el padre de Bermejo (aquel ministro furtivo de justicia, que de día cazaba dirigentes del PP y por la noche alces, ciervos y venados del Patrimonio Nacional), y el padre de Conde Pumpido, y el de Fernández de la Vega, y el de Elena Salgado, y el de Carmen Romero, y el padre del padre Arzallus (y hasta el de de Juana Chaos, mire usted por dónde), y el de Antonio Masip y el de D. Álvaro Cuesta (defensor, el padre, de la muy noble, leal, benemérita, heroica e invicta ciudad de Oviedo). Y aquí se impone rematar con el consabido y un largísimo etcétera, pues no podemos convertir una carta en una guía de teléfonos. De las madres no me consta, pero cabe suponer que la guerra se la dieron ganada sus maridos, pues no es verosímil suponer que, después de sobrevivir victoriosamente a la contienda, fueran a arriesgar su porvenir casándose con rojas.

¿Y qué me dice de los hijos, Miren? ¿De esa ilustre progenie venida de más a más, del franquismo a la democracia? No se les ve mucha pinta de derrotados, que digamos: altos jerarcas de la nomenklatura socialista en el poder. Han sabido evolucionar con certera lucidez de lo bueno a lo mejor, como escribe (dejándose traicionar por una retórica más certera de lo que piensa) nuestro entrañable Masip. ¿La victoria no es jamás definitiva? Pues la de estos por lo menos va para largo. Basta ver cómo los hijos de estos hijos, que son ya los nietos de aquellos padres, ya la están a su vez saboreando. La ideología no siempre se hereda con la hijuela, pero la hijuela vaya que si se hereda. Y en muchos casos con no poca guarnición. De victoria en victoria y tiro porque me toca.

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