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Entre el Estado del bienestar y el de alarma

29 de Marzo del 2020 - Francisco José Rozada Martínez (Arriondas)

No es fácil ajustar las sensaciones que estos días atenazan a los seres humanos de toda raza y condición sobre la faz de la Tierra, porque se acentúan los estados anímicos en los que vivimos inmersos entre impresiones y deseos truncados.

De repente, parece que reflexionamos más cuando los balcones de la vida se tapian; cierras los ojos un momento y –cuando los abres– aparece una realidad que semeja una vaga y anónima severidad de lo que ves. Se mudan las emociones y se vuelven más exigentes en sus preguntas, porque no encuentran razones.

Todo parece vano, hueco, brevísimo, aunque sabemos que mucho de lo que hacemos en la vida es como una copia imperfecta de lo que realmente habíamos pensado hacer, pero no deberían fallar las reglas elementales por las que nos regimos, como parece ocurrir estos días terribles –oscuros y rotos– que nos han sobrevenido y que vacían las palabras que nos prometen alivio y seguridad.

Los españoles nos encontramos –por razones de todos conocidas– intentando concienciarnos de lo que se nos ha venido encima, cuando el Estado del bienestar que habita entre nosotros está a punto de colapsar y sus muros de contención peligran, arrasando todo lo que encuentren a su paso.

El estado de alarma en el que viviremos durante semanas trastocará con sus necesarias medidas de calado el habitual discurrir de nuestras vidas.

La situación que estamos viviendo ya –tamizada por el crisol de la solidaridad española– será una auténtica prueba de fuego para la convivencia nacional.

Si hay una línea común a todos nuestros antepasados, a través de los siglos, en el concejo de Parres –como en prácticamente todos– es la enorme pobreza en la que la vida les colocó por haber nacido en tiempos muy duros. Ellos lo dieron todo por sacar adelante a sus numerosas familias y –por ejemplo– corrían a esconderse durante la Guerra Civil en las cuevas próximas donde no había distinción entre ricos y pobres, una causa común les unía: salvar sus vidas de las bombas que caían sin piedad. Y es que cuando la situación es muy grave, la unión de todos viene dada por la pura necesidad de supervivencia… así fue ayer como lo es hoy.

Aquellos antepasados fueron testigos de mil calamidades y –en los registros municipales que conservamos desde 1835– quedó anotada para siempre tanta infelicidad, tanta desdicha, tanto infortunio.

Llegan ahora situaciones con las que no pensábamos jamás encontrarnos, la alarma mundial nos toca a los españoles como a todos; lo de menos es estar confinados en nuestras casas durante varias semanas, porque lo más grave es ver cómo algunos de nuestros mayores van a emprender un camino sin retorno, de una forma como nunca imaginaron que sería, en silencio, como apestados, sin posibilidad de despedirse ni de recibir las honras que suelen acompañar a los que entran en otra dimensión.

Tesón, tenacidad, paciencia, perseverancia, solidaridad y disciplina han llegado para quedarse con nosotros con más fuerza durante varios meses, poniendo a prueba a una sociedad que se creía invulnerable, poderosa, invicta. Una lección de humildad que ya sentimos de cerca más de una tercera parte de la humanidad, tres mil millones de seres humanos.

Nos preguntamos qué es vivir, y venimos en acordar que es ir cerrando estancias poco a poco, sabiendo que –al final– habrá una sala en la que nos veremos forzados a dejar todo lo que hemos ido reuniendo, pero ahora vemos que ese tránsito no siempre se efectúa de una forma serena y ordenada, rodeados de los que quieres y te quieren.

Las tragedias familiares que han comenzado a vivirse cuando el COVID-19 llama a la puerta de algunos domicilios serán traumáticas para todos.

No estábamos preparados para esto. Los tres meses que nos lleven de aquí hasta el inicio del verano serán como una hemorragia de sentimientos, de dolor, de sufrimiento, de impotencia.

Cuando España se quedó en estado de shock, sin pulso, y entró en coma por la pérdida de las últimas colonias, el gran Miguel de Unamuno escribía: “Unas veces me siento anarquista, socialista otras, ya conservador, ya retrógrado, místico a menudo, quietista no pocas veces, escéptico nunca”.

Si el escepticismo es una corriente filosófica basada en la duda y no en la afirmación, y la fusionamos con el relativismo, el resultado puede ser una referencia válida para estos días en los que las circunstancias nos han situado, porque todo dependerá de cómo encaremos las dificultades a las que seremos sometidos, que no serán pocas.

Nada parece tener lógica, ¿o sí?, hasta que las razones nos convenzan de que esto no es un mal sueño, sino una cruda certeza que se lleva a la eternidad la derrota de muchas vidas, con el alejamiento de tantos que moraban y sentían entre nosotros.

Ya no hay pasado ni presente para los que se van de una forma tan injusta y arbitraria.

A los que desaparecen por decenas de miles en estos días –de cerca y de lejos– la muerte los acoge y los ennoblece en la memoria de los que quedamos aún durante un tiempo más, puesto que un día la ausencia se ampara en aquello que fue vida y parte de nosotros mismos, quedando obligados a caminar con la evocación y la añoranza de quienes nos precedieron, mientras aguardarán hasta que a nosotros nos llegue el momento del “gran silencio”.

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