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REFLEXIONES SOBRE LA PANDEMIA DEL CORONAVIRUS

28 de Marzo del 2020 - Javier Fernández Conde

Es evidente que el coronavirus nos está llevando a todos a una situación que no tiene nada de normal. La mayoría de los ciudadanos de España y de una buena parte del mundo tenemos que estar aislados en nuestras casas. Solo los que trabajan, y de manera especial los que tienen que cumplir servicios públicos –en particular los responsables de la salud pública, ¡benditos ellos por su hermosa y arriesgada dedicación!–, salen de sus hogares y vuelven a la tarde, sintiéndose “en otro mundo” al atravesar calles de ciudades y pueblos extrañamente vacíos. De repente, y al menos por un tiempo, hemos visto cercenada la sociabilidad natural y esencial del ser humano. Eso sí, nos quedan los medios de comunicación totalmente transformados por las nuevas tecnologías. Y todo ello: el precio que tenemos que pagar para evitar el contagio de ese extraño, poderoso e invisible “virus” que nos da miedo por su elevado grado de contagio.

En realidad, esta pandemia, aunque la califiquemos de gripe de forma eufemística, una gripe más pero muy contagiosa, tiene algunas de las propiedades de las pestes que asolaron la historia de la humanidad con relativa frecuencia, eso sí, con una característica completamente novedosa: sus dimensiones mundiales. Un autor francés, Jean-Noël Biraben, en 1973 publicó dos gruesos volúmenes analizando las pestilencias desde la Edad Antigua –época de Roma– hasta el siglo pasado en los países europeos y mediterráneos. Y sus resultados son impresionantes y sobrecogedores. Llama la atención el que mayor parte de esas páginas estén dedicadas a la conocida Peste Negra del siglo XIV, quizá la más conocida y la que dejó proporcionalmente en las fuentes de su época más noticias.

Como medievalista, no pude menos de repasar las cosas de aquella peste bubónica sobre la que tuve que volver en muchas ocasiones e incluso escribir. Y volvieron a impresionarme las páginas increíbles de Boccaccio en el “Decamerón”, describiendo la evolución de la famosa plaga en Florencia, su ciudad natal. Si el genio florentino hubiera podido disponer de un “iPad” con su cámara de muchos píxeles no lo habría hecho mejor. En realidad, todos los autores de aquella época escriben impresionados por tamaña catástrofe demográfica, aunque en la actualidad la mayoría de los historiadores modernos estamos de acuerdo que exageraron sus cifras y la dimensión real de la “mortandad grande (1348)”, como así la llamaban. Pero sí estamos seguros de la dura densidad de una realidad dominante de la sensibilidad en los individuos y la sociedad de aquellos años: el miedo omnipresente por los desastres generalizados –sobre todo, la muerte como huésped incómodo que podía llamar a cualquier puerta sin pedir permiso– que propiciaron la creación de un pesado clima de desasosiego que se percibía en muchas partes y en los diferentes estratos sociales, en especial en los de los poderosos, que son los que se asoman habitualmente a las fachadas de la historia. J. Delumeau, un anciano historiador francés de las mentalidades y de la religiosidad popular, que acaba de morir en enero –y no por el COVID-19– lo describe muy bien en una obra que se ha hecho célebre (“El miedo en Occidente. Siglos XIV-XVIII”, París, 1978-Madrid, 2002).

Las otras consecuencias de la Peste Negra son también conocidas: profundas crisis económicas de diferentes estados europeos de la época por el descenso de la mano de obra (los buenos canónigos d’Uviéu se quejaban en unas constituciones capitulares de la época del obispo don Gutierre (1377-1389) porque tenían graves problemas en la renta capitular, debido a la muerte de dos terceras partes de los campesinos que trabajaban para ellos en tierras del cabildo), el descenso de los niveles culturales y aberraciones de tipo religioso muy de aquel siglo y el siguiente: las Danzas de la Muerte por escrito y en pintura, desmesuras de la religiosidad –las 50.000 misas en sufragios encargadas por el cardenal Gil Álvarez de Albornoz a mediados del siglo XV, radicalismos contra determinadas minorías étnicas como los que estallaron contra los judíos (“pogroms”), responsables, según algunos fanáticos, de aquellas tremendas pestilencias, predicadores extremos seguidos de grupos de flagelantes exaltados y creencias apocalípticas y milenaristas promovidas por gentes de fuera del sistema.

Hoy, sin acabar de adaptarnos al sistema de cuarentena o enclaustramiento, tenemos también ese “miedo difuso” de los hombres del siglo XIV, porque nos hacemos muchas preguntas sobre el futuro inmediato y no estábamos acostumbrados a semejante zozobra, sobre todo en el Primer Mundo. Sabemos con seguridad que no vamos a caer en las aberraciones del pasado. Primero, porque la mortandad del coronavirus no tiene nada que ver con la Peste del XIV y, además, porque el Estado moderno, con todas las deficiencias que pudieran atribuírsele –no nos duelen prendas en reconocer que las previsiones fueron penosas–, nada tiene que ver con los estados feudales de finales del Medioevo. Pero, tengo para mí, que aquel clima malsano creado por el miedo es parecido. Nos resulta a todos muy difícil, a mí el primero, vivir con tranquilidad y mesura encerrados en nuestras casas las veinticuatro horas del día. ¿Cómo no salir a las calles, creadas precisamente para la irrenunciable sociabilidad? ¿Cómo prescindir de una buena parte de los “divertimenta” que habíamos llegado a considerar esenciales en el complejo de la cultura del bienestar? ¿Cómo mirar con normalidad durante varias semanas –ojalá que sean pocas– edificios de casas repletas de vecinos que no podemos ver? ¿Qué sentido tienen infinitos establecimientos de encuentro y de ocio cerrados? ¿Cómo podemos acostumbrarnos a escuchar una tras otra estadísticas de fallecidos en todas partes?

“Boccaccio describió magistralmente los diferentes comportamientos que iban adoptando aquellos cultivados florentinos: unos, “vivir moderadamente y abstenerse de todo lo superfluo”, / otros, “beber mucho y gozar y el ir por ahí cantando y disfrutando…” / y muchos, “huir de delante de ella (de la Peste)”.

Estoy convencido de que las dimensiones de nuestra pandemia son tan importantes que cuando pase –y que pase lo antes posible– ya nada será igual. Y nada será igual porque en el camino se habrán quedado decenas de miles de muertos, hermanos nuestros, si tenemos un sentimiento normal de fraternidad y esta fraternidad nos hace solidarios con los destinos de nuestros coetáneos. Se han roto estructuras económicas que no se podrán recomponer fácilmente. Se han descompuesto formas de vida individual y colectiva, basadas en buena medida en el consumo y en el bienestar que no podrán reproducirse con mismas características. El año 2020 será un año que establecerá periodizaciones a escala mundial: un antes y un después de la historia humana. Creo que, para bien o para mal, estamos haciendo historia.

Sumario: Una visión de la situación que estamos viviendo bajo una perspectiva histórica

Destacado: Hoy, sin acabar de adaptarnos al sistema de cuarentena o enclaustramiento, tenemos también ese miedo difuso de los hombres del siglo XIV, porque nos hacemos muchas preguntas sobre el futuro inmediato y no estábamos acostumbrados a semejante zozobra, sobre todo en el Primer Mundo

¿Cómo podrían vislumbrase actitudes nuevas post-crisis? Lógicamente, no puedo ser tan insensato que me atreva a describirlas aquí, de un plumazo, en una parte de la página cualquiera de un periódico. Tampoco me siento con vocación de profeta ni de ideólogo. Pero sí me atrevo a confesar las sensaciones –me atrevería a hablar de huellas profundas– que está dejando la pandemia en mí y en muchos con los que hablo a distancia, para tratar de ponerlas en práctica cuando podamos volver a “salir de casa”:

En primer lugar, la compasión por tantas muertes. Desde algún mes del 2020, cuando vuelva a patear mi querida calle ovetense de la Magdalena de toda la vida –algo que creo y espero– sentiré dolorido que ya no estén conmigo muchos hermanos de mi mundo, que ese maldito virus les apartó del camino, aunque la mayoría no tengan rostro ni nombre conocido. La compasión para los cristianos tiene nombre de misericordia y el Papa Francisco dijo cosas sublimes sobre esta virtud en un año, el 2015, dedicado precisamente a ella (El rostro de la misericordia).

Además, trataré de convencerme de que no puedo vivir como vivía. Que mi mochila diaria estaba cargada de trastos tan inútiles como efímeros. Que no se puede andar toda la vida tan cargado y teniendo tantas cosas. Que para entrar en “la tierra nueva y los cielos nuevos” no merece la pena esclavizarse con lo inútil. Y trataré de hacerlo también por el amor a la “Madre tierra”, demasiado débil ya para soportar tantas cosas innecesarias, tantos objetos propios de la “cultura del descarte”, como decía nuestro Papa en un bellísimo escrito, bebiendo de las fuentes más profundas de la Biblia y del santo de Asís (“Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común”) Que ese posible vacío inicial de mi mochila personal, cuando se produzca, el mío y el de mis hermanos, se pueda llenar de nuevo con mil solidaridades.

También tratare de superar el miedo y la desconfianza hacia los compañeros de viaje dedicados a la política, de cualquier color que sean y sin fijarme demasiado en sus siglas y colores, aunque no resultará fácil por mi tradición personal y mis convicciones. Que todos los que se dedican con dedicación exclusiva a la política, con ellos, construyamos la verdadera utopía, la polis ideal de los griegos, bien afincada en la paz que nace de la justicia, el respeto, la igualdad y la felicidad de todos sus componentes, en especial de los más débiles y desvalidos: la ciudad de la paz que San Agustín definía como “tranquilidad en el orden”, pero el orden justo, aunque el obispo de Hipona no lo explicitara. ¿No podemos soñar que de la derrota y de las cenizas del señor Coronavirus surgirá –xorrecerá como decimos tan guapamente en asturiano– un mundo más humano, más solidario y, por ello, según mis convicciones, más cristiano?

Y seguiré creyendo en la ciencia, pero con mucha más humildad, sabiendo que ese universo feliz no será un producto exclusivo de los científicos. Que ese señor COVID-19 siga campeando casi a sus anchas por cientos de laboratorios del mundo entero, y de primerísima generación, da mucho que pensar.

Como medicina y antídoto contra el miedo, fácil de recomendar sin receta, me repito con frecuencia el poema de un poeta alemán –político además– del siglo XIX llamado F. W. Webwer: “Mucho pan crece en la noche del invierno. / Porque bajo la nieve verdea fresca la semilla; / solo cuando en primavera ríe el sol, /percibes lo bueno que el invierno ha hecho. / Si el mundo te parece aburrido y hueco / y los días son ásperos y duros para ti, / quédate quieto y pon atención al cambio: / en la noche invernal crece mucho pan”. Y no podemos olvidarnos de que estamos estrenando primavera y que abrazaremos con ternura a nuestros amigos que siguen estando ahí.

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