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Cronología de este maldito virus

1 de Abril del 2020 - Paloma Bárcena Carrión (Oviedo)

Era domingo 8 de marzo de este año gemelo 2020. Al irme a la cama sentí bastante dolor muscular. Y mira tú por donde que va a ser cierto aquello de que el cuerpo es sabio. Esa misma noche, mientras cerraba los ojos, sabía que algo no iba bien.

Tras una noche movida entre dolores y sudores, a la mañana siguiente me desperté entre la preocupación y la broma de si sería algo más que una simple gripe. Gracias al destino, aquel día tenía a una de las mejores personas que conozco a mi lado, Irene. Se portó como una verdadera enfermera y me hizo olvidarme de la situación entre risas e incredulidad de que "aquello" que estaba siendo día sí y día también noticia no podía estar pasándome. Recuerdo cómo nos reíamos aquella mañana en el hospital en el momento que me dieron la mascarilla. Habíamos escuchado y visto lo que estaba pasando pero jamás imaginamos que a alguien como nosotras pudiera ocurrirle.

También recuerdo perfectamente la cifra de afectados aquel lunes por la mañana: 999. En aquel instante hasta nos hizo gracia pensar en que yo podía ser la número 1.000. ¿Nos mandarán un jamón como premio?

Al igual que mi cuerpo se iba saturando cada día con más síntomas, los hospitales en Madrid se empezaban a desbordar. A pesar de vivir sola, en ningún momento pensé en volverme a casa, a mi hogar. Pues al fin y al cabo seguía creyendo que sería una gripe más. Sin embargo, el miércoles de esa misma semana, con la puesta de sol, recibí una llamada. Eran mis padres. Era momento de volver a casa. En apenas minutos ya tenía billete de avión, solo de ida, y la maleta hecha. Y con las mismas, el jueves 12 de marzo estaba en el aeropuerto huyendo. Como el que huye del peligro, yo en aquel instante estaba huyendo del miedo y la incertidumbre.

Al llegar a Oviedo llovía. Un tiempo que acompañaba perfectamente a mi estado anímico. Mi padre estaba allí esperándome en el coche, al igual que lo hace cada vez que vuelvo a casa, pero en esta ocasión, tras tres meses sin vernos, no podía ni siquiera abrazarle.

Desde el día que llegué a casa llevé la vida de una auténtica marmota. Cama, comer, baño, cama... y vuelta a empezar. Los días fueron pasando y a aquella simple ecuación le sobraba el factor comida, el apetito se fue perdiendo junto con el olfato. Las ganas de todo se fueron diluyendo y, por supuesto, ya no había rastro de aquellas risas de los primeros días. La situación se estaba volviendo jodidamente dura.

El sábado 14, el mal humor acompañó a mi despertar, una mezcla de rabia e impotencia que hizo que no tuviera ganas de nada. A pesar de aquel mal humor matutino, una buena noticia hizo que aquella mañana desapareciera la incertidumbre de mi cabeza. Por fin, me harían las pruebas. En cuestión de horas tenía a uno de esos héroes, que cada día aplaudimos, en la puerta de mi casa. Como si de una película de ciencia ficción se tratara, salí a su encuentro en la misma puerta de mi casa. Enfundado en aquel traje de astronauta, que ahora tanta falta hacen, y con un bote del cual salía humo donde se llevarían una pequeña muestra de mi saliva. Tal era la parafernalia que perdí el conocimiento y me desplomé. Bueno, puede ser que tal vez aquello fuese fruto de ser un poco-bastante aprensiva. En el momento que recuperé el conocimiento y me desperté tuve una sensación de que todo aquello era fruto de una pesadilla. Sin embargo, al volver a ver a aquel "astronauta" a mi alrededor me di cuenta de que todo era cierto.

Durante los días siguientes, mientras esperaba el resultado, seguía albergando esperanzas de que fuese una gripe del montón. Hasta que el martes 17 sonó el teléfono. Eran los resultados: positivo en COVID-19. Lejos de alarmarme, extrañamente, sentí paz. Paz mental, la mejor que se puede sentir. Sabía lo que había y mi cuerpo aquel domingo no me había engañado, algo raro estaba sucediendo.

Los días desde entonces han sido bastante monótonos; comer, dormir... y más de lo mismo. Recuerdo los primeros días de aislamiento en mi habitación, cómo escuchaba a mis vecinos aplaudir mientras yo estaba en la cama metida. Ahora es mi momento favorito del día. Espero con ilusión durante todo el día a que lleguen las 20h. Salgo a mi ventana a aplaudir y siento que estoy cada día un poquito más cerca de la gente.

Durante estos días he visto cómo mi padre se convertía en todo un chef a mi entera disposición y cómo mi madre cumplía años conformándose con estar a tres metros y soplar las velas. No sé qué hubiera sido de mí sin ellos. Siempre hemos estado muy unidos y, a pesar de que no podemos tener contacto, ahora lo estamos más que nunca.

Sabía que tenía una familia maravillosa pero ahora lo puedo corroborar: son lo mejor. Tanto la de sangre como aquellos que eliges, los amigos. No ha faltado ni un día en que preguntasen por mi "parte médico". Gracias.

Este aislamiento me ha traído muchos dolores de cabeza, literales. Pero también he recibido grandes enseñanzas. Me he enseñado a mí misma que puedo con todo y que nunca hay que tirar la toalla y me han enseñado lo maravillosa que es la vida.

El otro día hablando con los más pequeños de la familia (Pablo, José y Jaime) me di cuenta que en estos tiempos tan jodidos para todos debemos fijarnos en ellos. La felicidad que desprenden estando en casa todos juntos y aprovechando el tiempo, que muchas veces nos falta, eso es lo que nos hace seguir adelante.

Del otro extremo, he visto cómo en plena crisis y a pesar de estar aislada de todos nosotros, la más longeva de la familia con 94 años (Tía Mamen) ha sabido cómo superarse a sí misma y luchar por estar más cerca de todos nosotros. ¡Ella sola ha aprendido a hacer videollamadas!

A día de hoy, 31 de marzo, sigo esperando a que me den el alta pero... ¡con muchas ganas de acabar con este maldito virus!

Vendrán tiempos difíciles pero estoy segura que todos juntos saldremos de esta situación más reforzados que nunca.

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