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Don Alberto Miranda Peña, el compromiso sacerdotal de un discípulo de Cristo

26 de Abril del 2020 - Agustín Hevia Ballina

Los sacerdotes, en su humilde sencillez de discípulos de Cristo y de seguidores del Evangelio, no podemos menos de llevar adelante como compromiso vital una actitud de seguimiento por los derroteros y rutas que dejó Cristo marcados en el Evangelio. El compromiso que, como cristianos, hemos hecho vida todos los discípulos del Crucificado supone el seguimiento de aquellas palabras del Evangelio: “El que quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”. Para el llamado, una palabra queda flotando en el ambiente: serás consagrado sacerdote, según la palabra del Psalmista: “Tú eres sacerdote para siempre, según el rito de Melquisedec”.

Ese seguimiento a Cristo por el camino de la cruz supone una actitud de entrega y de desasimiento, que se extiende desde el Bautismo, pasando por la recepción de los demás Sacramentos, hasta culminar en el final de la presente vida, auxiliado por la Unción de los enfermos, la Penitencia y el Santo Viático o Eucaristía. Por eso, cuando llega a nosotros la noticia de que un hermano es llamado para comparecer en la Casa del Padre, sentimos en principio la pena y el dolor de que algo muy querido se ha separado de nuestra mismidad, trasmitiéndonos esa sensación de que algo muy nuestro ha sido como arrancado del cariño de nuestras vidas, dejándonos como un poso de amargura, a la vez que nos volcamos en los sentimientos que nos ofrece, como consuelo, nuestra fe en el más allá, mientras experimentamos que el culminar nuestra existencia no es un terminar para siempre, un acabar en la nada con sentido del mayor pesimismo, es decir, sin vuelta ni retorno, sino que es el inicio de una nueva vida, que es ya sin fin, que es disfrute eterno de la bienaventuranza de Dios, por siglos de siglos, en la Universal Resurrección.

Es lo primero que se me viene a las mientes cuando recibo la noticia de que un feligrés o un amigo muy cercano o un hermano sacerdote ha superado esa frontera entre la vida y el morir, ese instante decisivo, esa culminación de la llamada al seno de Dios, que nos aguarda con actitud de brazos abiertos, como el Padre recibe al hijo a quien mucho ama, para disfrutar de su Gloria para siempre. Ese sentimiento es el que me ha venido como primer confortamiento esta tarde, cuando me llegó la noticia del fallecimiento del amigo querido, del sacerdote tan cercano y allegado, del que fue profesor mío un día, del ministro de Dios y del Evangelio, don Alberto Miranda Peña.

Una vida entregada al sacerdocio ministerial ha sido la suya, que no tuvo otra meta ni otra ilusión que hacer plenamente donación de sí al servicio de los hermanos en Cristo, a través de una vida consagrada y entregada plenamente y sin reservas a las comunidades, parroquias o feligresías, que Nuestro Señor habría de confiarle en encomienda, a través de la confianza y obediencia al Obispo, a quien un día la había prometido, como régimen especial de su vida para el servicio de los hermanos.

Comenzó esa vida de servicio y entrega a los demás el día de su bautismo, que tuvo Jugar en la parroquia sierense de Santo Tomás Apóstol de Peleches el 27 de octubre de 1927, nacido el día 16 anterior. Sus padres, Alberto y Jesusa. Abuelos paternos, Celestino Miranda y Celedonia González, de Ciaño. Los maternos, Carlos y Valentina.

Epígrafe: In memoriam

Título: Don Alberto Miranda Peña, el compromiso sacerdotal de un discípulo de Cristo

Destacados:Una vida entregada al sacerdocio ministerial ha sido la suya, que no tuvo otra meta ni otra ilusión que hacer plenamente donación de sí al servicio de los hermanos en Cristo, a través de una vida consagrada y entregada sin reservas a las parroquias

Los estudios de primeras letras los realizó en la escuela de su pueblo. El párroco, al que servía como acólito o monaguillo en la Misa diaria, abrió para él panoramas más amplios, suscitándole inquietudes sobre su posible vocación al sacerdocio. Siempre que se ofrecía la ocasión, le inculcaba, al igual que a los otros niños de la catequesis, una fervorosa mística de sustituir con la personal entrega al sacerdocio a los más de doscientos sacerdotes, ministros del Evangelio, que, por su condición de tales, habían entregado sus vidas corno mártires de Cristo. Con 13 años, siguiendo las orientaciones y consejos de su párroco, tomó la decisión firme y comprometida de orientar su vida hacia el sacerdocio, ingresando en 1939 en el Seminario Menor de Valdediós, donde realizaría los estudios de Latín y Humanidades, concluidos los cuales, afrontó los estudios de Filosofía y Teología en Valdediós y en el Seminario Mayor de Oviedo, culminando con la ordenación sacerdotal, recibida de manos del Obispo don Francisco Javier Lauzurica y Torralba, en 1952, quien dos años después sería elevado a Arzobispo de Oviedo, pasando la Sede ovetense a la categoría de Metropolitana.

Para los sacerdotes misaeantanos, el cumplimiento de una ilusión colmada lo constituye el ser nombrado para estar al frente de una parroquia, lo que llamaríamos la directa “cura de almas”, al servicio de una comunidad de fieles. No fue ese, con todo, el primer nombramiento y destino recibido por Alberto, sino que el Obispo le destinó al servicio pastoral del Seminario, confiándole las tareas de Prefecto de Disciplina y de Profesor de Lengua Latina y de Religión. Era el curso 1953-54. En ese curso, tuvo lugar mi primer encuentro con don Alberto en las clases de Latín, asignatura que el novel profesor encontró oportunidad para impartirla con la mayor exigencia y fruto, dentro del intenso plan de estudios vigente en los Seminarios para las Humanidades grecolatinas.

Como prueba del nivel alcanzado en la traducción de los textos clásicos y en el dominio de la Gramática del comillés Padre Basabe, podría decir un detalle clarificador: en los exámenes para matrícula de honor, logramos traducir con bastante lograda eficiencia la Oda de Horacio que el venusino dirige a su amigo Crispo Salustio y que comienza: “Nullus argento color est avaris”. La labor docente en el Seminario fue para don Alberto de escasa duración, pues, concluido el curso, el Arzobispo le nombró para la parroquia que iba a ser la niña de sus ojos, la que acababa de dejar uno de los pastores más cualificados de la Diócesis, don Custodio Álvarez Muñiz, después nombrado párroco de Nuestra Señora del Carmen de Salinas, de San Clemente de Quintueles y de San Martín de Moreda. Don Alberto se entregó con toda la ilusión de su sacerdocio casi recién estrenado al servicio pastoral de su Goviendes, a cuyo servicio estuvo durante treinta años, contrayendo con su parroquia una deuda mutua de cariño, de afectos y de ilusión, sirviendo también a otras parroquias colunguesas con el mayor celo y eficacia, como fueron Santa Úrsula de Carrandi, Santa María Magdalena de Libardón y San Pedro de Perdis. A todas las parroquias colunguesas y de Caravia extendió también su acción pastoral desempeñando el cargo de Arcipreste. Al cementerio de esta su parroquia tan querida de Santiago de Goviendes fue voluntad de don Alberto confiar sus restos mortales, preciado legado que como párroco durante tantos años quiso confiar a la parroquia que tanto significó en las primeras mieles de su sacerdocio.

Entre los años 1986 y 1993 ejerció como párroco de Santa María Magdalena de Ribadesella. Si las atenciones pastorales de Goviendes tuvieron como marco y escenario magnífico el templo prerrománico, no fue menos rica y magnificente, aunque en los parámetros del arte moderno, la grandiosa iglesia riosellana, tan intensamente mimada y engrandecida por el párroco antecesor de don Alberto, el que también figuró entre los párrocos paradigmáticos de lo que debía ser la pastoral diocesana, don Alfonso Covián Moriyón. El conjunto pictórico que tuvo como maestros ejecutores a los hermanos Uría Aza constituye una grandiosa excepcionalidad, la más esplendorosa quizá de Asturias, que invitan al éxtasis estético y a mensajes de arte al servicio de la fe.

Los últimos años de sus servicios pastorales los puso don Alberto al servicio de la Capellanía de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados en su Residencia-Asilo de Pola de Siero. Allí tuvo don Alberto ocasión de ejercer su caridad y exquisito amor y afecto a los ancianos y a los mayores del concejo sierense y de Asturias. Allí potenció el maravilloso Belén o Nacimiento, obra de exquisitez artística y de intensa pedagogía catequética realizada por don Belarmino García Roza.

Descansa en paz, hermano Alberto, a la espera de la Universal Resurrección. Amén.

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