Crónicas infecciosas
Viernes 13. Con Marte transmutado en una (mala) suerte de Viernes Negro, se oficializó el confinamiento de forma virulenta. Habilitaron una ventanilla, la del coche patrulla, desde la que se advertía a los viandantes con un “lárguese hoy a casa y no me vuelva usted mañana”. El futuro se hacía carne. De cañón, pero carne al fin.
Así las cosas, el personal ya disponía de un móvil/coartada; será por ingenio. Un torrente de videos anegó el WhatsApp ese. La Fiesta Nacional estaba en marcha. Si el cliente no va al chigre: take away, oye. Ahí estaba la Escopeta Nacional disparando salvas y coñas. Todo muy divertido. Todo muy pasado de vueltas, como la vida misma.
Cuando comenzó el recuento de muertos, la cosa se enfrió un poco. Se pasó de ver el vaso medio vacío a ver el ataúd medio lleno. El personal comenzó a quitarse la máscara con la sonrisa y salió por piernas en dirección a la farmacia de guardia para intentar comprar otra que disimulase el rictus. Pero no. Las mascarillas se habían convertido en un artículo de lujo y para entonces las joyerías ya estaban cerradas.
Fue entonces cuando el entrenador de fútbol que todo españolito alberga en su interior mutó convirtiéndose en comisario político. Cerrado el bar se abría el Var. Las ventanas eran el marco ideal para dar salida al censor patrio decidido a abroncar a todo lo que se moviese. Pintaban bastos.
Para rematar, la gente se plantaba en los balcones/terrazas/ventanucos y aplaudía y tocaba la gaita. Todo muy solidario. Todos unidos. Todos a una. Luego, en los súper, volvías a sentir los ecos del toque de gaita al comprobar que toda esa entrega, toda esa solidaridad, no se veía reflejada en los estantes desiertos. Todo es bueno para el convento, decía el monje llevando una puta al hombro. De los cueles a pie de caja, ni hablamos.
¿Los políticos, dice usted? Los políticos bien, gracias.
¿Continuará?
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