El cepillo de las ánimas
En la iglesia de Fuentesoto, años cincuenta del pasado siglo, arriba, junto a las bóvedas de luneto, anidaba la paloma del Espíritu Santo revoloteando en torno a las barbas del Padre Eterno ostentando la bola del mundo y asomándose al retablo desde lo alto (“dextera Patris”) flanqueado por dos ángeles de alabastro, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Me fijé bien, ambos bienaventurados estaban sentados y eran ciegos. En la calle central aparecía San Pedro con las llaves encajonado entre dos columnas salomónicas talladas a imitación de jaspe.
Esta fue una visión gloriosa de mi catolicidad de mis primeras misas de los años de la infancia, en un templo atestado, con mi tío Pedro que venía de arar y se ponía al armonio arropado por los puericantores o un coro de mozas con las que cantaba la “missa de Angelis” de Perosi.
A lo largo de los años yo vendría a dar a otro templo, el de Cudillero, al cual llaman la catedralina, que era una copia exacta diseñada por el mismo arquitecto en tiempos de Carlos III; los mismos ángeles, el mismo San Pedro, idéntica disposición arquitectónica.
Los hombres se sentaban en los toscos banco de atrás y las mujeres se desparramaban sentadas a la morisca cabe sus hacheros (cirios encendidos por los difuntos).
Al final de la misa, don Saturnino, que era un curón formidable de piel tostada que bajaba de misar del anejo de Tejares o de Valtiendas, berreaba responsos ante los congregantes que acudían a ofrecer minúsculas limosnas: una perra gorda, una perra chica, raro era el que dejaba caer en el bonete de don Satur sostenido por las inocentes manos del monaguillo una peseta. Si caía un duro dentro del bonete, era señal de que un indiano había vuelto al pueblo montado en un haiga a ver la parentela.
Por toda la nave sonaban los canturreos del cura:
“Kyrie eleison, Kyrie eleison; Pater noster”... El padrenuestro lo bisbiseaba don Satur en secreto, pero luego alzaba el vozarrón:
A porta inferi, erue animas eorum... De la puerta del infierno libra sus almas, Señor.
En ese momento caían los óbolos de la ofrenda. Había que aportar que las ánimas benditas se lo pagarán. Al final del responso el cura, revestido de alba y estola, animaba a la congregación a rezar una oración penitente para terminar: “Digan vuesas mercedes la confesión general”.
Don Saturnino se metía en la sacristía, salía a escape y, arremangada la sotana, montaba en su bici y se largaba a Valtiendas.
Con el rezo del confiteor acababa la liturgia dominical. Mi tío Pedro el sacristán bajaba la tapa del armónium, las chicas del coro bajaban por la escalera de la torre, los turiferarios apagaban las velas, iban saliendo poco a poco las viejas. Se escuchaban valle abajo las campanas de la iglesia de Pecharromán, donde tocaban a misa.
Al abandonar el templo los hombres hacían un garabato ademán de santiguarse y se calaban la gorra en el atrio del templo, donde se formaban corrillos. Con la boina cubriendo sus calvas hacían chanzas o comentaban los sucesos más relevantes de la semana al pie de una olma centenaria en medio de la plaza.
El sol de Castilla iluminaba las sonrisas desdentadas y las chaquetas con remiendos de aquellos labrantines que salían de misa y recordaban a sus difuntos en los responsos de don Satur a los que subieron a la barca del más allá y navegaban ya por la laguna Estigia, desde donde no se vuelve nunca más.
La devoción a las ánimas benditas formó parte de los pensamientos arraigados en mi infancia.
Muerte, juicio, infierno, y gloria ten cristiano en mi memoria, ponía en una gran cruz negra pasionista que se alzaba junto al cepillo de las ánimas al pie de la pila del agua bendita, en la portada de la humilde iglesia de Fuentesoto; y es que la muerte formaba parte de nuestras vidas y se hallaba presente inexorable en nuestra visión del mundo, a resultas de un culto ancestral.
La idea era que estamos de paso, que la vida es breve y larga será la eternidad. Actualmente, a la muerte se la oculta. Devoción a las ánimas benditas y un cantar: (...) a la Virgen del Carmen quiero y adoro porque saca las almas del purgatorio; ah, el purgatorio, fue una teología en la iglesia triunfal que se agrupaba en torno a los muros de Aviñón cuando el cisma de Occidente, dos papas, dos cabezas visibles, el escandaloso Concilio de Constanza y un Papa, Benedicto XIII, honra y gloria de Zaragoza, que se negó ante presiones y conminaciones a renunciar a la tiara porque el Papa legítimo era él. Ni las iglesias bizantinas ni las nórdicas daban valor a esta creencia con la fuerza que se exhibía en los reinos de Aragón, Valencia, la Aquitania, Toscana. Parece ser que hoy ya no hay purgatorio. Uno de los últimos pontífices lo suprimió. ¿Qué hacemos entonces con el cepillo de las ánimas? El gran escritor catalán Bernardo Metge, que escribía no solo en la lengua curial de los reyes aragoneses sino también en la fabla oscense y en latín, aborda de forma elegante esta profunda cuestión que revierte a las profundidades teológicas de la inmortalidad del alma que ya había inquietado a griegos y romanos. Sea verdad o no que existan, yo sigo en mi senectud rezando, como hice en mi juventud, un padrenuestro a las ánimas benditas antes dormirme... y ellas me lo pagarán, porque a fuerza de padrenuestros se las sacaba del purgatorio y se encaminaban al Paraíso.
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