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Un virus que también nos cura

9 de Abril del 2020 - Carmen González Casal (Oviedo)

El sábado por la tarde salí a la calle tras muchos días de encierro. Tenía que hacer compra para mí y para una persona mayor de mi familia. Caminé Rosal abajo hasta Salesas, donde me dirigía. Inspiraba el aire primaveral a fondo como quien guarda para sí algo muy valioso. Mientras, abría los ojos para empaparme de una ciudad que adoro. Cada paso me llevaba a la reflexión.

El bullicio ensordecedor que las pasadas Navidades vivimos por la calle Pelayo en un ir y venir de multitudes haciéndose selfies, de espaldas a un gran túnel de luz, entrando y saliendo de las tiendas con paquetes de ropa y regalos, al son de melodías navideñas, dio paso en tres meses a una ciudad dormida, inerme como si el hechizo del hada maléfica la hubiese dejado encantada para siempre. “Últimos días de rebajas”, “Feliz Día del Padre”… leía en muchos de los escaparates con sus luces apagadas, puertas cerradas, en espera de que se esfume el encantamiento y todo recupere la vida y el movimiento de siempre.

En unos días, como por ensalmo, nuestra vida cambió. Y no solo en Oviedo, en Asturias, en España… El mundo cambió. Millones de personas nos encontramos en situación de alarma, confinadas entre cuatro paredes, alejadas de los nuestros, desprovistas de abrazos, con un futuro laboral incierto. Un insignificante virus ha sido capaz de tambalear poderes, seguridades, proyectos, agendas, prioridades, ¡vidas! Sin buscarlo, nos hemos dado de bruces con nuestra fragilidad. Tenemos sobrados motivos para sacar consecuencias, no solo los ciudadanos de a pie –que estamos sacando pecho en una situación que nos desborda–, también quienes nos gobiernan, esos políticos que hemos elegido para que dirijan sabiamente los destinos del pueblo y están dejando mucho que desear, aunque la situación sea complicada.

Nada pasa porque sí. Esta pandemia –y todo lo que lleva consigo, que es mucho– nos está dando la lección de nuestra vida. La necesitábamos. Hay que acabar con esta plaga cuanto antes, pero, paradójicamente, esta tremenda enfermedad también nos cura a nosotros. Nos sana de la autosuficiencia, de esa fiebre del tener más sobre el ser mejor, nos lleva a valorar a nuestros mayores como algo sagrado y a no permitir que leyes como la eutanasia acaben con ellos. Nos enfrenta con una realidad superior, de la que la sociedad posmoderna lleva tiempo huyendo en dirección contraria, precisamente por eso, porque se creía dueña y señora de la creación y no necesitaba mirar a las estrellas.

Nota: carta coronavirus

Y aunque quedan días por delante para derribar a este enemigo, el número de los que se salvan empieza a superar al de los que se mueren, y la esperanza forma parte de nuestro confinamiento. También en esta sociedad enferma hay síntomas de recuperación. Esta pandemia está tejiendo redes de solidaridad, de entrega a los enfermos, a los mayores, a los niños, a la familia. Son los sanitarios, por supuesto, pero también la Policía, los guardias civiles, el Ejército, los camioneros, el personal de limpieza, muchos empresarios y agricultores, los periodistas, los sacerdotes, los que están en el paro que acuden a IFEMA para montar un hospital de campaña… En estos días están surgiendo ejemplos maravillosos, emocionantes que dan luz y color a una realidad oscura y agobiante.

Claramente es momento de la solidaridad, pero pienso que también es tiempo –como apuntaba el Papa Francisco en la oración que hizo para pedir que se detenga el coronavirus en una plaza de San Pedro vacía el pasado 27 de marzo–, “para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás”.

Ya queda menos. A este virus que surgió en invierno, donde la vida parece que se apaga, se le está derrotando en primavera, donde todo florece, donde la vida –aparentemente dormida– vuelve a surgir con más fuerza. Que tantos muertos que ya descansan en la paz de Dios no sean en vano. Una nueva época, más humana y trascendente, nos aguarda.

Carmen González Casal

Oviedo

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