Nada cambiará

11 de Abril del 2020 - Javier González Fernández (Oviedo)

Son cada vez más las voces que afirman que tras la pandemia del COVID-19 habrá un profundo cambio en la sociedad, una especie de nueva cosmovisión, un nuevo paradigma. Como diría Nietzsche, una profunda transmutación de valores, y, cómo no, para mejor. Tras un periodo de transición que se sospecha largo, volveremos reconfortados con un nuevo o al menos renovado arsenal de virtudes: recobraremos el valor de los besos, de los abrazos, de las caricias; volveremos la vista a los abuelos, a los que teníamos un poco abandonados en sus cuarteles de invierno; tomaremos conciencia de la importancia de tener una sanidad fuerte, con recursos, y un Estado fuerte, con poder y criterio suficiente como para diseñar estrategias generales, que sobrevuelen por encima de las fronteras locales y autonómicas. Y por la misma razón, reivindicaremos más que nunca una Europa fuerte, unida, diferente, que por fin haga de la solidaridad interna y de la unión política uno de sus pilares estructurales. En fin, que encumbraremos lo que nunca debió relegarse: el valor de las cosas, no su precio.

Sin embargo, este punto de vista me parece muy optimista. A la crisis sanitaria actual, le sucederá una crisis económica brutal. Se producirán, es cierto, necesarios cambios de rutinas, cambios cosméticos, en la epidermis de la realidad. Pero serán temporales, tácticos, porque los valores no mutan ni se transforman en quince días, ni en tres meses, ni en tres años. Los valores se fraguan lentamente durante generaciones enteras y si funcionan –es decir, si se acomodan a la estructura económica y productiva– sobreviven a los virus y hasta a las guerras. Decía María Zambrano en “El hombre y lo divino” que “una cultura depende de la calidad de sus dioses”. ¿Ha cambiado el COVID-19 nuestros dioses? ¿Dejarán de ser el dinero, el éxito y el poder el becerro de oro? Salimos a las ventanas y balcones a aplaudir a nuestros sanitarios, algunos por fin toman conciencia de la importante labor realizada por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, echamos de menos un Estado con más recursos y también tememos por la suerte de nuestros autónomos y empresarios –grandes y pequeños–, y de sus asalariados. Sabemos que se producirán reajustes muy importantes en muchos sectores, que estaremos aturdidos durante un tiempo como un boxeador que hubiera recibido un buen croché de izquierda. Pero los dioses no cambiarán y, ojalá me equivoque, recordaremos esta pandemia solo por la miseria que nos trajo a todos. El trabajo se sustituye por teletrabajo en condiciones infames, el narcisismo social ha pasado de airearse públicamente con obscenidad a hacerlo desde la casa propia con igual obscenidad. No hay cambio real. Hoy, sin ir más lejos, me han cobrado en la farmacia casi siete euros por un bote de 100 ml de gel hidroalcohólico y cuatro por una mascarilla desechable. Todo a más del triple de su precio. Una bofetada de realidad. No parece que al avaro, al usurero, al trepa, al corrupto y al ladrón el COVID-19 los vaya a cambiar, y a los que los aplauden y los admiran tampoco. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Acaso teníamos en un rincón secreto de nuestros domicilios el tratamiento o la vacuna contra ellos?

Los griegos utilizaban un concepto esclarecedor: “metanoia”. La metanoia implicaba un cambio radical en la dirección que se estaba tomando, a veces incluso un regreso, pero este cambio iba precedido y acompañado por una transformación integral del individuo. Es este cambio el que no se va a producir, porque seguimos creyendo en los mismos dioses, unos dioses que se han ido de vacaciones una temporada larga, tan larga como la estancia entre nosotros del virus que nos asola.

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