La suerte de vivir en el campo
Escribo esta carta de reflexión sobre la suerte de vivir en una casa de aldea, o de pueblo, como ustedes prefieran, mientras afuera, en mi huerta, el mirlo entona su habitual concierto del atardecer y los lloqueros de mis ovejas no dejan de hacer sonar su peculiar tintineo. Todo esto ocurre en un pequeño rincón de este mi querido Principado. Mientras en las grandes urbes millones de compatriotas anónimos han de sufrir esta maldita confinación entre las cuatro paredes de hormigón de sus hogares. Lo pienso y me considero un ser afortunado. Vivir en el campo rodeado de naturaleza ha pasado a ser desde hace unas semanas todo un lujo, un privilegio que muchos de los señoritos de ciudad que no hace tanto tiempo les molestaban el canto de los gallos, hoy, seguro darían lo que fuera por disfrutar no solo del canto de los gallos, sino también del resto de los sonidos que la abundante fauna que puebla nuestro Principado hace más patente cuando llega la primavera.
Esta hibernación forzosa a la que el coronavirus les ha obligado a los habitantes de las grandes metrópolis, a los inquilinos de esas monstruosas colmenas de acero y hormigón, nos ha convertido a los aldeanos, siempre olvidados y hasta menospreciados a veces por los capitalinos, en una clase privilegiada, en unos ciudadanos de primera, cuando siempre habíamos sido de segunda.
Será cierto aquello de que el ser humano necesitamos verle las orejas al lobo –en este caso a un maldito virus invisible– para darnos cuenta de que las ciudades han dejado de ser aquel lugar antaño soñado por todos para vivir y se han convertido en auténticas ratoneras, donde la muerte en forma de virus acecha en cualquier esquina de cualquier calle.
Termino esta carta como la inicié, solo que ahora, ya anocheció, y el canto del mirlo ha sido sustituido por el de los grillos.
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