A examen
Mañana, lunes día 13, se producirá el regreso a las aulas, tras un periodo vacacional seguramente no digno de tal nombre. A la comunidad escolar, las semanas previas al inicio del paréntesis festivo deberían haberle servido de entrenamiento para, a partir de mañana, encarar la última parte del curso con ánimo fuerte y expectativas de victoria. Fallan, en ese cálculo, los siguientes factores.
Uno de los elementos clave en la ejecución de cualquier planteamiento docente es la coordinación. Es necesario pensar muy bien qué, cómo, por qué y para cuándo se va a pedir al alumnado que trabaje, antes de hacerlo. Es vital que exista algún tipo de acuerdo general que dote a la acción docente de un hilo conductor inteligible para todos los actores; es decir, que no solamente el profesorado, también los alumnos/as y sus familias entiendan esos interrogantes que mencionaba más arriba: qué tengo que hacer, cómo lo hago, por qué esto y no otra cosa, y cuándo se espera que esté terminado el trabajo. Sin esa referencia común, los esfuerzos se duplican, el desconcierto aflora, el grado de eficacia se resiente, la desazón y el desaliento proliferan, el caos se impone. Pues bien: a pocas horas del retorno al trabajo, está por resolver el problema de la coordinación. Puede ser que a lo largo de la semana que mañana se inicia, o incluso a lo largo del lunes primero de trimestre, nos llegue algún tipo de comunicado con instrucciones. Aun en ese caso, queda pendiente un trabajo arduo de traslación de esas pautas al entorno y realidad concretos de cada centro. En última instancia, a lo que determine cada centro, deberá el profesorado añadir los matices que hagan de esas pautas algo operativo para el trabajo desde sus respectivas materias. Y del resultado de todo ese proceso, deberán tener noticia tanto los alumnos/as como sus familias. Deberán asimilarlo y poder decir algo al respecto. No sé cuánto se pueden agilizar esos trámites. Pero sí sé que están por hacer.
Luego está el asunto de los medios, formulado en términos elegantes bajo el epígrafe “brecha digital”. Hay alumnos/as que están trabajando a distancia con unos medios que no alcanzan los mínimos. Esos alumnos son un ejemplo de superación que debemos premiar, y no solamente con palabras de aliento. Hay que intentar subsanar esas carencias, pues de ningún modo podemos evaluar, ni negativa ni positivamente, a un alumno/a sin haber garantizado primero que cuenta con los recursos para llevar a cabo el trabajo que se le pide. Se han dado algunos pasos en esa dirección, y bien dados están. Pero, de nuevo, fallamos en los tiempos. Mañana, lunes hay que incorporarse a las aulas, y en esta ocasión, el aula está en el domicilio de cada alumno/a, donde no hay más de lo que hay, y lo que hay no es lo mismo en todos los casos, garantía que, para bien o para mal, sí tenemos en el contexto escolar convencional. Desconozco lo que se ha avanzado en ese asunto en otros puntos geográficos de la comunidad, pero en el mío propio, en Tineo, si se han dado pasos, no ha sido con resultados visibles, pues mañana lunes, los alumnos/as que no tenían ordenador, no podían conectarse a la red, o padecían ambos problemas al mismo tiempo, siguen en la misma situación. Pienso, sin querer poner el dedo en ninguna llaga, que las instituciones escolares y la Administración local empiezan el trimestre con esos deberes sin hacer. Mañana por la mañana deberíamos ser capaces de ofrecer a nuestros alumnos una versión refinada de la acción docente que improvisamos en las últimas semanas, esforzada y llena de buenas intenciones, pero descoordinada y poco eficaz. Deberíamos empezar la jornada con la tranquilidad de haber, si no resuelto (soy muy consciente de las dificultades prácticas de la cuestión) al menos avanzado, de manera concreta y tangible, en el asunto de la falta de medios técnicos.
Por todo ello, han sido unas vacaciones amargas, abocados a un regreso al trabajo en condiciones de insuficiente preparación.
En estos días festivos sí se ha debatido bastante el asunto de la evaluación. ¿Qué y cómo evaluaremos? Me alegró mucho, personalmente, ver que se descartaba como opción la salida amable de un aprobado general, cómoda para todas las partes, pero un mero aplazamiento del problema con respecto al alumnado. Soy una persona que no cree en otra cosa con más convencimiento que en el esfuerzo, en el ánimo de superación, en la necesidad de luchar contra la adversidad. En las últimas semanas se ha oído muchas veces eso de que todos tenemos que dar, en esta situación de emergencia, nuestra mejor versión. Nuestro alumnado no es un apéndice postizo, sino un miembro de pleno derecho de esa sociedad de la que se demanda el sobreesfuerzo. Esa pertenencia les hace responsables, como a los demás, de idéntica obligación de aportar aquellos esfuerzos que sean proporcionados a sus fuerzas y recursos. Ni más, ni menos. Pero esa mejor versión de nuestro alumnado necesita de una guía clara por parte de sus adultos. Y de unos recursos materiales que no están en todos los casos garantizados. Con nuestros deberes de adultos por hacer, les estamos fallando. Podemos ofrecerles el empate del aprobado fácil, si queremos. Pero no pensemos que con ello vamos a disimular el fracaso de lo que eran obligaciones ineludibles.
A examen debemos someter a nuestro alumnado. Pero también, y a una prueba mucho más exigente, a nuestra escuela. La crisis sanitaria, y su efecto en el ámbito académico, deja a la vista una serie de graves deficiencias que ya no es posible disimular. La enseñanza, al menos la versión pública de este servicio básico, no consigue formar a alumno/as diestros en unas competencias que las sucesivas leyes educativas, aprobadas y derogadas sin pena ni gloria en los últimos años, han coincidido en definir como “clave” para la vida personal y el desarrollo profesional del alumnado: la competencia digital, la competencia que nos habilita para aprender de forma autónoma, la que hace del individuo una persona con capacidad analítica y crítica... Quiero pensar que el toque de atención ha sido lo suficientemente severo como para que, cuando recuperemos el formato presencial, no nos planteemos otra opción que apostar, de una vez y sin mirar atrás, por ese planteamiento.
Está por resolver el futuro de una escuela que se presenta a examen con los deberes sin hacer. Sin acritud, pero sin contemplaciones, procede la reinvención de la institución, la redefinición de sus objetivos y la reconstrucción de su prestigio, porque el divorcio entre la escuela y su alumnado no es una realidad que podamos achacar a esta crisis, aunque esta crisis puede haberlo sacado a los medios con el titular eufemístico de un “cese temporal de la convivencia”.
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