Payasos
Les puedo asegurar que soy un docente íntegro: hablo un lenguaje políticamente correcto, reinvento el género de los sustantivos, exalto los valores morales que cotizan al alza y abrazo las consignas de la administración educativa haciéndolas mías hasta el desgarro de piel. Amplifico todo lo que de bonito tiene el mundo, la paz, el hecho diferencial, la igualdad, el amor y la solidaridad y el lalalá. En el trasfondo de mi discurso cotidiano no se oculta más enseñanza de la que pueda extraerse de un mensaje navideño del Rey, por poner el caso. Guardo para mí las convicciones profundas, y para mis hijos, el aliento que demanda su incipiente capacidad crítica, esperando que el resto de los padres haga lo mismo, por la cuenta que nos trae. Por eso cuando una chica de la ESO me pregunta sobre cuál es la razón que justifica la utilización de traductores simultáneos en el Senado tengo que contenerme, reprimir los bajos instintos, que me producen una ligera desazón urticante en la superficie de la lengua. Ellos saben que dos andaluces sin ninguna minusvalía (reconocida) no precisan de intermediarios para entenderse. Con todo y eso, compongo la figura del profesor mesurado, que habla del respeto, la susceptibilidad, la compostura institucional, la armonía entre pueblos, regiones e identidades nacionales, de la cultura y los reglamentos de las Cortes Generales; lo hago con la boca pequeña y los gestos del hombre del tiempo, sin convicción, elevando la mirada hacia el techo como si recitara un texto manido o una oración de difuntos. Los muchachos se miran perplejos. ¡Payasos!, dice uno de ellos. Y entonces pienso, para mis adentros, que por lo menos la clase de hoy no ha sido del todo baldía.
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