En tiempos de confinamiento
Vivimos un momento excepcional. Un patógeno frente al que carecemos de defensas nos asuela, enferma y mata. No tenemos vacunas ni tratamientos específicos para atacar al virus y los tratamientos sintomáticos y de soporte en los casos graves requieren de una tecnología hospitalaria que, debido al elevado número de aquellos, corre el riesgo de quedar saturada. Solo el confinamiento, la evitación del contacto con los otros, nos protege. Pero también nos aísla.
Cuáles serán las consecuencias del confinamiento es y será objeto de reflexión y estudios, un suceso que supone un parón en un modelo de sociedad que se proyecta siempre hacia el futuro. Sin embargo, también sucederán cosas insólitas, situaciones que, amparadas en el aquí y el ahora, mientras el futuro está detenido, condicionarán dos de los aspectos de la vida de las personas que más interés tienen para los psiquiatras: las relaciones y la conducta.
La gravedad de la epidemia coronavírica nos ha encerrado en casa mientras las actividades que organizaban la cotidianeidad quedan congeladas (trabajo, estudio, deporte, compras, ocio...). La vida se para y ofrece una instantánea de nuestra existencia.
Así que las personas se encierran en casa con miedo, soledad, decepción y rabia. Miedo por lo que nos pueda pasar a nosotros y a nuestros seres queridos. Miedo porque el enemigo es invisible. Miedo en las interacciones sociales por temor a la contaminación del interlocutor. Un miedo que solo podemos compartir con quienes convivimos y que se actualiza cada vez que alguien sale y vuelve a casa. Miedo que, por su origen y permanencia, produce angustia.
Desde siempre, una manera eficaz de aliviar la angustia por el miedo a algo que viene de afuera es agruparse. Pero ahora reunirse contra el miedo implica riesgo de contagio y de culpa, de autoreproche por transmitir la enfermedad a otros y en especial a nuestros seres queridos. Culpa que también angustia. Nuestro designio es la soledad. La soledad, por tanto, es un atributo de esta infección. Cada vez que interactuamos con otras personas sentimos de modo solitario la incertidumbre de la contaminación. Si alguien entra en contacto con un infectado debe aislarse y pasar la cuarentena. El enfermo debe ser aislado. Si estás enfermo o se sospecha la enfermedad no puedes estar con los tuyos. La infección corta los lazos sociales y nos obliga a estar solos. Hasta la muerte, si es el caso.
Sentimos angustia y soledad en un contexto de desamparo y decepción. Los seres humanos crean estructuras sociales para protegerse y progresar. Desde la Segunda Guerra Mundial los ciudadanos del primer mundo hemos vivido con la sensación de que organismos nacionales e internacionales velaban por la paz, la salud y la lucha contra las desigualdades con más o menos acierto, pero sin graves distorsiones. Así durante décadas, transmitiendo la imagen de que el desarrollo tecnológico humano formaba un impenetrable escudo protector de nuestro bienestar. Hasta la llegada de la pandemia, en la que un virus mortífero se extiende sin que las autoridades sanitarias fueran capaces de anticipar el peligro y articular las medidas preventivas eficaces para proteger a la población y al sistema sanitario. Y con este fracaso reaparece la fragilidad del ser humano ante la naturaleza y la decepción, porque las instituciones no han cumplido su papel. Somos frágiles, y las protecciones, endebles.
Así pues, estamos en casa angustiados, aislados, decepcionados y enfadados. La ira y la rabia se proyectan sobre unos dirigentes de liderazgo empobrecido a los que consideramos culpables de la situación por no haber tomado las decisiones adecuadas en el momento oportuno. Una situación que añade al aislamiento, la pérdida de libertad y la preocupación por familiares y amigos graves problemas laborales, económicos y de convivencia. Así, el primer reflejo del confinamiento es la desigualdad: la dureza del encierro es distinta según el barrio y la casa.
Pero permanecemos en casa. Por el miedo a la infección renunciamos al mundo exterior, a la vida tal y como la vivíamos, y en estado de conmoción nos recluimos. A la fuerza recuperamos el hogar, más que nunca espacio de refugio y seguridad. En él está lo que tenemos, sin decorados ni accesorios, como una realidad ineludible. Y alrededor, gracias a las tecnologías de la comunicación, familiares y amigos. Adaptarnos a este novedoso contexto implica cambios en la conducta y las relaciones.
Aunque nos resistimos, cambiar es difícil. Lo que pretendemos es recuperar rápido lo que teníamos, al margen de su bondad. Más vale lo malo conocido. Además, aparentemente no es tan malo porque, como señala el filósofo Byung-Chul Han, "hoy creemos que somos un proyecto libre que constantemente se replantea y se reinventa". Trabajamos y consumimos a destajo bajo la regla de que todo es posible con proponérselo. Y si no se logra es porque no se hizo el esfuerzo suficiente. El "poder hacer" está en el espacio mental del individuo; por tanto, no tiene límite y es profundamente individualista.
Pero de repente un virus, que está en el mundo físico, nos despierta de la ensoñación del todo es posible. Por mucho esfuerzo que hagamos para rechazarlo, el virus sigue ahí, y también la desolación que provoca. Lo sensato es encerrarse en casa. Y al volver al hogar debemos preocuparnos de nosotros mismos para cuidar a los demás. Recuperamos la responsabilidad del cuidado individual en aras de un bien colectivo. Esta es la esencia del cambio que sucede, restablecemos el espacio de la responsabilidad colectiva mientras aminoramos el individualismo.
Y al establecer relaciones de cuidado mutuo en nuestros grupos de pertenencia, potenciamos la resiliencia, identificada como un poderoso factor protector de la salud mental en la adversidad. Obviamente, dicha circunstancia no cambia las duras situaciones a las que las personas deben hacer frente, pero ayuda a llevarlas mejor.
Además, conservar este factor protector será muy importante para el largo camino tras el confinamiento. No inmunizará contra el sufrimiento pero ayudará a soportarlo. Es natural que, ante las desgracias y los infortunios (y hay tantos en este momento), el ser humano responda con abatimiento, angustia o desesperanza, que menoscaban el bienestar físico y mental. Para salir adelante, el apoyo de la familia y los amigos ayuda a las personas a desplegar la capacidad y energía necesarias para procurar los cambios que mejoren su situación.
Porque en situaciones así es cuando podemos apreciar cómo la salud mental no es el producto exclusivo de habilidades mentales personales, sino que está notablemente influida por el entorno. La realidad que vivimos tiene gran impacto en nuestro estado mental y es necesario hacer cambios en dicha realidad para que el estado mental se modifique.
Por todo ello, si las personas, después de tanta adversidad, necesitan ayuda y tratamientos psicológicos o psiquiátricos, deben recordar la influencia del trauma en su estado mental y hacer el esfuerzo de identificar qué cosas del entorno deberían cambiar para mejorar. Mantener esta actitud permitirá compensar la influencia del discurso "psicologizador" imperante en nuestra sociedad, que tiende a presentar este malestar como producto de déficits personales, trastornos o enfermedades, que inhabilitan a las personas y cercenan su potencial transformador.
BF Skinner, filósofo y psicólogo conductista, ya advirtió hace años de estos peligros: "Recurrir a estados mentales y procesos cognitivos es una desviación que bien podría ser responsable de gran parte de nuestros fracasos en la solución de nuestros problemas. Si necesitamos cambiar nuestra conducta, solamente podemos hacerlo cambiando nuestro medio ambiente físico y social. Escogemos el camino equivocado desde el principio cuando suponemos que nuestra meta es cambiar 'la mente y el corazón del hombre y la mujer', en lugar del mundo que ellos viven".
En definitiva, salir del confinamiento menos individualistas y más comprometidos con el bienestar propio y el de los demás facilitará mantener a raya la epidemia y al mismo tiempo nos dará la oportunidad de establecer relaciones de apoyo que ayudarán, entre otras cosas, a cuidar de nuestra salud mental. Lo necesitaremos.
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