¿Estamos en los albores de una nueva persecución religiosa?
Tan solo hace unos días, con motivo de la celebración de la pasada Semana Santa, los medios de comunicación se hicieron eco de una noticia que sorprendió e indignó a muchos españoles. Merced a las grabaciones que fueron obtenidas durante la celebración de los oficios del Viernes Santo en la catedral de Granada, pudimos advertir una inesperada e incorrecta interrupción del culto protagonizada por agentes de la Policía Nacional, quienes con un comportamiento más propio de los guardias de asalto de épocas no tan pretéritas conminaban a abandonar el templo a la exigua concurrencia allí asistente, compuesta tan solo por una veintena de fieles que estaban convenientemente distribuidos a lo largo de la nave de la seo granadina. Perturbación de un acto de culto y disolución de los asistentes al mismo bajo intimidación de sancionarles por un supuesto incumplimiento de las condiciones establecidas en la norma que declara el estado de alarma y que regula la gestión de la situación de crisis sanitaria que asola nuestro país.
Sin embargo, ningún acomodo legal sostiene la acción protagonizada por los agentes de la autoridad si tenemos en cuenta que la citada norma (el real decreto 463/2020, de 14 de marzo) especifica claramente que la asistencia a los lugares de culto y a las ceremonias religiosas no está vedada, sino que viene condicionada a la adopción de medidas organizativas que eviten aglomeraciones de personas y garanticen la posibilidad de respetar una distancia prudencial entre los asistentes. Facultad legal que, en sí misma, desvirtuaría la concreta actuación intimidatoria llevada a cabo por los mencionados agentes en la catedral granadina y que, por ende, cimentaría la acusación que fue presentada frente a los mismos, por entender que tal conducta pudiera ser constitutiva de un abuso de poder, de una prevaricación administrativa o, a mayores, de un delito contra la libertad de culto y los sentimientos religiosos.
Existen razones para pensar que no estamos ante un hecho aislado desafortunado. Todos observamos, no sin preocupación, una deriva anticlerical en nuestro país desde hace tiempo. Si todo comenzó con puntuales ataques a nuestro patrimonio y a nuestros símbolos religiosos, en los últimos tiempos determinados personajes públicos, autoridades y responsables políticos han incurrido en excesos y ofensas que no pueden ampararse ni en la libertad de expresión, ni en la libertad ideológica, ni mucho menos en una aconfesionalidad del Estado. El continuo goteo de acontecimientos y declaraciones políticas que viene sucediéndose en nuestro país hace vislumbrar que estamos ante el resurgimiento del laicismo que tanto daño ocasionó a nuestra nación y a los españoles en otros tiempos. Alarma observar que sus protagonistas ya no son los que, en los años más oscuros de nuestra historia reciente, se autodenominaban, sin sofoco alguno, como “los sin Dios”. Tampoco nadie que hubiera vivido siquiera los tiempos en que España era, por imperio de la ley, un Estado confesional. La actual persecución religiosa comienza a ser protagonizada por personas que, pese a haber nacido y crecido bajo el amparo de las libertades, se convierten en verdaderas enemigas de unos valores cristianos de los que abiertamente reniegan aunque hayan forjado durante siglos la cultura e identidad de nuestro país, de una España que aborrecen porque la temen. Pues bien, el grave problema es que esas nuevas generaciones han accedido e integran nuestros poderes públicos y ostentan hoy altas responsabilidades para las que no están capacitadas, por lo que es de predecir que, de seguir en esta deriva y si los españoles no somos capaces de evitarlo, en adelante legislen y adopten resoluciones tendentes a combatir y excluir de nuestra sociedad toda realidad religiosa, por ser antagónica al pensamiento único que quieren imponernos a todos. El exceso policial desplegado en la catedral de Granada por funcionarios sometidos a las órdenes directas de una autoridad dependiente de la Administración central constituye tan solo la antesala de lo que los españoles podemos esperar de quienes actualmente nos gobiernan. Cabe desear que la crisis social y económica que se anuncia no aliente a su indisimulado anticlericalismo y dé rienda suelta a sus más bajas pasiones laicistas, porque lejos de conseguir su propósito solo contribuirían a aumentar el dolor de su pueblo. Olvidan que las raíces cristianas de nuestro país son tan extensas como su territorio y se hunden en la noche de los tiempos.
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