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Homenaje a Aubert de un estudiante desconocido

24 de Abril del 2020 - Ramón Alonso Nieda (Fuentes-Arriondas)

Roger Aubert, “un gran historiador francés del siglo pasado calificaba a González Novalín como uno de los mejores historiadores españoles de los siglos XV y XVI”, escribe el doctor Fernández Conde en “Novalín: hombre de Iglesia, maestro e historiador” (LA NUEVA ESPAÑA, 18 de abril). Se me disculpará si siento la necesidad, nacida del afecto, de restituirle al profesor Aubert su verdadera nacionalidad: Roger Aubert nació en Bruselas en 1914 y allí murió en 2009. Toda su vida de docente e investigador transcurrió en Bélgica, entre el Seminario de Malinas y la Universidad de Lovaina, donde inició su magisterio en el 52 y se jubiló en el 83.

Al final de los 60, hacía años que la autoridad de Aubert había sido internacionalmente reconocida. En Lovaina era, junto con Ladrière en Filosofía, lo que aquí llamamos una “vaca sagrada”. Su prestigio inspiraba en los estudiantes de la Facultad de Teología algo próximo al terror reverencial. “Jamás, jamás, jamás creas que tienes suficientemente preparado un examen con Aubert”, me insistía un amigo americano que preparaba su tesis con el profesor. Seguí tres cursos con Aubert; el primero, Eurística, una materia endiablada. Los exámenes eran orales, mano a mano con el profesor de la asignatura.

Llegué al examen con ciertos elementos anatómicos a modo de corbata. Hasta que al cabo de un cuarto de hora de interrogatorio, Aubert cambió de registro y quiso saber de dónde venía, en qué me había ocupado con anterioridad, qué era lo que más me interesaba y si no se me había hecho cuesta arriba zambullirme de nuevo en los estudios, y en un país y una lengua extranjeros. Con aquel gesto amistoso, paternal, con un estudiante desconocido, el gran Aubert me quitó el miedo y me metió para siempre en el bolsillo.

El curso siguiente versó sobre el Jansenismo, un trozo de historia de España. Qué podía ocurrir en el mundo de entonces que no tuviera que ver con la Corona de España y sus posesiones. Los jesuitas que partían de Lovaina para intrigar en Roma hacían rodeos inverosímiles para evitar ser interceptados por la policía del Rey. Y cuando conseguían del Papa una bula contra los jansenistas, la bula no se publicaba en los territorios de la Corona sin el Placet real (aquello sí que era “catolicismo nacional”).

En el curso sobre el Vaticano I, Aubert fue haciendo emerger la tenaz resistencia con que Pío IX y la Curia tropezaron para sacar adelante la cuestión de la infabilidad. Al identificar el cadáver del arzobispo de París, Darboy, en la fosa común donde lo enterraron los “communards”, se comprobó que portaba el anillo que el Papa había regalado a los PP conciliares. Signo de que había muerto reconciliado con el obispo de Roma. Signo también de a qué punto habían llegado las tensiones.

En el pleito de la Compañía con los jansenistas, terminé sintiéndome más cerca de los jansenistas. En el pleito de Valdés contra Carranza, el estudiante desconocido, hoy entrado en años, se permite disentir de Novalín quedándose con Carranza. (Guardo los apuntes de Aubert en tres carpetas que me han acompañado en todas las mudanzas a lo largo de una vida que ha ido dejando de ser corta).

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