Si algo quedó meridianamente claro
Si algo quedó meridianamente claro, una vez cercado el grueso del COVID-19, es que la ultraderecha y esa parte de la derecha montaraz liderada por Cayetana, la alargada sombra política de Aznar, todavía no han perdido el pelo de la caverna. Ahí siguen, extendiendo la pandemia del odio, dividiendo, intentando fragmentar España en las dos mitades guerracivilistas. Por el momento, la ira permanece confinada en la literatura tribal dentro de las redes sociales. Y la más que previsible algarada corrosiva, para consumo de la irracionalidad, quedará canalizada a través de manifestaciones más o menos fanáticas. Algo hemos mejorado desde la Transición; entonces, los Guerrilleros de Cristo Rey se despachaban a cadenazos o asesinando demócratas, el terrorismo de extrema derecha mataba abogados laboralistas en el centro de Madrid y el ruido de sables alcanzó su cénit el 23F, fracasado el intento liberticida gracias a la buena influencia ejercida por un general falangista, a la sazón Jefe de la Casa Real. Por entonces, aún no asomaba el periscopio la globalización mediática neoliberal ni había sospecha del potencial de la web en relación al vértigo discursivo de las redes sociales.
Si algo quedó meridianamente claro, es que una parte de la retórica articulista se posicionó en la radicalidad más absoluta e irreflexiva. La impaciencia por desgastar al Gobierno llevó a los plumillas neoliberales al descarrile lenguaraz. Bajo sesudos textos de redacción tendenciosa, cuidadosamente aderezada con imprecisiones y fabulaciones comparativas, el autor iba introduciendo la idea definitiva mediante la manipulación más procaz: este Gobierno socio-comunista reaccionó demasiado tarde y la molicie se pagó con miles de muertes inocentes absolutamente evitables. Y toda esta audacia, siendo conscientes del abuso hiperbólico, ya que, en España, ni quedan comunistas, salvo cuatro nostálgicos –muchos de los que dicen serlo juegan al euromillón–, ni tampoco fuimos los únicos en apurar hasta el muro una toma de decisión tan sumamente problemática. Son la voz de su amo. Diríase que, unos y otros, reaccionarios y gacetilleros ultraliberales, esperaban ansiosos el peor escenario posible para dar rienda suelta al veneno acumulado desde que este Gobierno tomó carta de naturaleza.
Si algo quedó meridianamente claro, es que la pandemia del COVID-19, por desgracia, aún no dio sus cifras definitivas ni, por supuesto, dejó entrever la eficacia de un tratamiento concluyente. Es un virus nuevo que cogió en pañales a toda la comunidad científica internacional. Además, en nuestro caso, la falta de material sanitario tan necesario para enfrentarse a la pandemia no puede ser achacable a un Gobierno que apenas hace cuatro meses tomaba posesión de su cargo, más bien, si de buscar culpables se trata, serán los gobiernos de Mariano Rajoy con sus recortes y privatizaciones quienes deberían asumir esa responsabilidad; claro que este argumento, absolutamente irrefutable, es obviado por la cofradía conservadora.
Si algo quedó meridianamente claro es que el mercado –término que hace las delicias del capital libertario–, principalmente chino, fue incapaz de abastecer la demanda internacional. Sorprendió a casi todos los países con una dependencia absoluta de esa industria asiática que apuró los beneficios de una forma obscena absolutamente descarnada. Incluso exportando a varios países, entre ellos España, material sanitario defectuoso que no cumplía con las especificaciones de seguridad para su uso. Nuestra industria, como las demás, respondió tardíamente a las necesidades domésticas, solo cuando el desabastecimiento fue clamoroso, las cadenas de producción decidieron reconvertir la producción en beneficio de la demanda sanitaria interna. Aunque, para ser justos, o al menos intentarlo, en algunos casos la burocracia legal –aquí sí que hubo cierto grado de incompetencia institucional–, arruinó iniciativas loables.
Si algo quedó meridianamente claro, es que están siendo los “centros de reclusión de la vejez”, que en esto se convirtieron los antiguos asilos de ancianos, quienes están pagando la mayor parte de esta macabra factura. Pero de esto, la prensa amarillista no hace crítica concluyente, se quedan en lo superficial, en lo anecdótico, en darle palos al Gobierno, porque, de hacer una crítica más audaz, llegarían a la conclusión de que la geriatría hace muchos años que fue desterrada por la sanidad pública, con el beneplácito de los conservadores –aquí, nunca hubo discrepancia ideológica–, y que nuestros ancianos solo importan a sus respectivas familias. En demasiados casos, ni eso.
Después de todo lo dicho, la mayor certeza que tiene la humanidad, con respecto a esta tragedia, es que al final seremos capaces de dar con la tecla que hará girar el mundo nuevamente. Lo peor es que demasiada gente no alcanzará a verlo. Para ellos, para todos nosotros, será demasiado tarde. La pregunta que suscita esta horrible experiencia es si las organizaciones internacionales implicadas y las más altas instituciones estatales serán capaces de extraer conclusiones redentoras tan globales, al menos, como el propio comercio de bienes.
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