Reflexiones de un septuagenario confinado
Soy consciente de que posiblemente me quedan muy pocos años de una aceptable calidad de vida, siempre condicionada a la fragilidad de mi salud y a lo que subjetivamente me depare mi nivel físico, familiar, psicológico y social.
Es posible que nuestros gobernantes no perciban lo que suponen para nuestra generación tantos días de encierro, expresión real del tan sofisticado término “confinamiento”.
Se trata de una pérdida muy importante en esta fase de nuestra vida, en la que nos vemos obligados a dar la máxima importancia al tiempo perdido.
Estos dos meses, si consideramos a nuestras alturas una esperanzadora calidad de vida de cinco años, significan, utilizando una proporcionalidad sesgada, lo mismo que robarle a un adolescente un periodo de dos años de su existencia, pongamos de los 18 a los 20, quizá los mejores de su vida.
Entiendo que tristemente las medidas adoptadas han sido necesarias, pero, por favor, no de esta manera, discriminándonos y situándonos en la última fase de todas las acciones.
Nosotros sí que nos estamos acercando al pico, pero no al tan cacareado en sus múltiples apariciones diarias, sino al de otra curva, utilizando términos matemáticos, al de una verdadera función continua pero, eso sí, sin puntos de inflexión.
Posiblemente, me pregunto, estaríamos en tan penosa consideración si a la vuelta de la esquina se encontrara una campaña electoral y por ende unas elecciones.
Pienso que tengo la respuesta, pero, tremendamente apenado, prefiero dejarla en el aire.
Septuagenarios, a pesar de todo lo expuesto, aportemos lo único que está en nuestras manos, sigamos en casa y, por favor, no bajemos la guardia.
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