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La línea invisible

26 de Abril del 2020 - Marcelo Noboa Fiallo (Gijón)

Estrenada al cumplir el mes de confinamiento con el que luchamos contra el COVID-19 la mayoría de los ciudadanos del planeta, la serie del director Mariano Barroso “La línea invisible” se plantea un desafío profundamente arriesgado como necesario para conocer la historia de ETA, sus orígenes.

El 7 de junio de 1968 fue el día que cambió todo durante 42 años para los distintos gobiernos, tanto los últimos de la dictadura como los nuevos gobiernos democráticos y, por encima de todo, para los familiares de las 854 víctimas que se llevó por delante la fanatización del terrorismo etarra. Uno tiene la sensación de que la primera víctima de ETA, el guardia civil gallego José Antonio Pardines es la metáfora de lo que ocurrirá con los siguientes asesinatos hasta el 2011, una chapuza y una sinrazón.

Sin embargo, la arriesgada apuesta de Barroso por reflejar en seis capítulos (cuatro horas y media dan para mucho) la apuesta de ETA para tomar el camino de las armas es “ni chicha ni limoná”. El guion, en este aspecto crucial, es flojo y no digamos la interpretación. Salvo la figura del torturador Melitón Manzanas, cuyo actor como siempre no defrauda (el malagueño Antonio de la Torre está en estado de gracia), su interpretación eclipsa al resto del reparto de Barroso en perjuicio de la narrativa que pretende explicarnos el paso dado por ETA en la V Asamblea, entre aquellos que querían seguir siendo un movimiento de izquierdas antifascista y los que defendían pasar a la lucha armada liderados por Txabi Etxebarrieta (Álex Monner, actor muy flojo con demasiados tics de amaneramiento que se le han quedado fijados desde su interpretación en “Vivir sin permiso”).

La serie se queda en terreno de nadie, no solo por el pobre dibujo de los personajes, sino también porque el contexto histórico de los acontecimientos tiene poco peso en las cuatro horas y medio de metraje. Se echa en falta la atmósfera irrespirable de la dictadura franquista en Euskadi y la movilización social en aquellos años. El debate asambleario del movimiento obrero y la contestación estudiantil que aparecen en la serie son anecdóticos, surgen “de repente” y, por tanto, no adquieren la relevancia que en la vida real tuvieron para “justificar” la apuesta de ETA por las armas.

El contrapeso a estas carencias del guion e interpretativas lo encontramos, sin embargo, en el dibujo que la serie hace del papel jugado por la Iglesia vasca en el conflicto, tanto por el apoyo que prestó a los “gudaris” vascos en sus retiradas como el alimento ideológico tan necesario en los momentos de duda y debilidad de los componentes del MVL, Movimiento de Liberación Vasco (por cierto, término utilizado en democracia, solo por un único gobernante, José María Aznar, para conseguir el apoyo del PNV y llegar a la Moncloa). Es destacable también la prevalencia que adquiere en la serie el papel jugado por quienes movieron los hilos para pasar de las pintadas y petardos a la acción armada, personificado en la serie por “el inglés” (Asier Etxeandia), personaje oscuro, bien protegido en Euskadi Norte (Sur de Francia), cuya fortuna y procedencia se desconoce y jamás se manchará las manos. Es quien más claro lo tenía, para consolidar los resultados de la V Asamblea era necesario contar con un héroe, un mártir y ese sería Txabi Etxebarrieta (aunque este paradójicamente no hablara euskera) A partir de ese momento ETA contaría con todos los elementos para la adhesión social a la causa y la justificación de la lucha armada contra el régimen asesino de Franco.

Hay quien ha criticado la serie porque “blanquea” a ETA, nada más lejos de los propósitos de su director; lo que ocurre es que al intentar reproducir el perfil de aquello jóvenes idealistas de finales de los 60 (emparejados cono los de Mayo del 68), le ha quedado un “paisanaje” cuya frontera con el ridículo es bastante evidente y deja en mal lugar a todos aquellos militantes claramente de izquierdas y antifascistas que con la llegada de la democracia abandonaron la lucha armada, mientras el fanatismo ciego se apoderaba de la organización y decidieron seguir matando una vez desaparecido el dictador.

En España, el tema ETA, de alguna manera, contiene demasiados tabúes y mucha hipocresía (no así en Irlanda con el IRA, donde el Sin Fein ha ganado las pasadas elecciones y no se descarta que pueda formar Gobierno con Fianna Fáil). Para la derecha española ETA le sigue siendo rentable y sus muertos aparecen cuando más los necesita. Practica una política necrófila. La izquierda (al menos una parte de ella) siente “vergüenza” en reconocer que la ETA anterior a la llegada de la democracia fue vista con buenos ojos y suponía un aliado más en la lucha antifranquista (una especie de “maquis” vascos). Quizá sean estas las razones por las cuales no terminan de cuajar buenos productos literarios y cinematográficos en el panorama cultural español. Todo lo contrario de lo que ocurre en Irlanda. Persiste el miedo a ser estigmatizado, persiste la hipocresía.

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