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La prehistoria de hace diez años

29 de Mayo del 2010 - Marta Rodríguez García (Madrid)

Aunque a mi corta edad pueda parecer que sobre los recuerdos de mi infancia no cabe el anhelo, lo hace. Cuando los mayores cuentan sus memorias las describen con olores, colores y sensaciones; a mí me embarga el desconsuelo cuando al hacerlo sobre situaciones que trascurrieron solo una década atrás caigo en la cuenta de que siendo un pasado muy cercano, a mis oyentes esos olores, colores y sensaciones, que vuelven a mi mente tan vivos, les pueden parecer de otra era. Ese desconsuelo se torno en rabia e impotencia al asimilar que el porqué de esa desaparición está en las manos de los que descubrieron nuestro pequeño paraíso, así nos gusta llamarlo a los que nos sentimos de allí, y sobre todo en las manos de los que les dieron la oportunidad de disfrutarlo haciendo su pisito de vacaciones y trayendo las calles de una ciudad que durante diez meses al año no son pisadas.

Me situó, para haceros comprender esta sensación, en los veranos transcurridos en un pueblo de Asturias en los años 90. Era una casa antigua, a mi me gustaba pensar que de unos doscientos años, con unas paredes anchísimas que hacían que en los pocos días de calor dentro se estuviera como en un oasis; las maderas crujían y el olor de los potajes cocinados sobre la antigua cocina de carbón despertaba a media mañana el estomago de todos los que nos juntábamos allí durante un mes al año: primos, tíos, abuelos. La playa que se encuentra al final del pueblo reunía a una gran familia, la de los de toda la vida; cada uno situaba sus enseres en el mismo lugar día tras día, verano tras verano. Nuestro sitio era el corralito, mis padres se encontraban con los que habían compartido su juventud y con los que la habían vigilado, y las señoras charlaban en la punta de las olas mientras mojaban las varices. Yo pasaba las horas de la mano de mi primo metida en los charcos, al no levantar un palmo del suelo me parecían océanos, eran inmensos, plagados de quisquillas, cangrejos, y de los incapturables bayones. El ritual era sencillo: los pescaba, los miraba en el cubo durante algunos minutos y los devolvía a su pequeño océano. Ahora que ya levanto algo más de un palmo sobre el suelo me asomo a lo que en realidad eran pequeños charcos y no queda nada. Claro, a parte de la gente que viene de fuera no le importa lo que significa el ritual y el último paso termina en el retrete de los nuevos pisos.

Como ya he dicho el sol no nos visita todos los días, algo que los que sienten como yo rezan porque se mantenga ya que es nuestra salvación ante las masas que solo buscan el sol. En esos días encapotados la playa se sustituía por enormes merenderos. Eran simples: un pequeño o no tan pequeño bar en el que se pedían tortillas, chorizos a la sidra, calamares, croquetas que se paladeaban en mesas de piedra o de la madera ancladas en un infinito prado en el que nos entreteníamos horas haciendo las veces de pequeños tarzanes. Ahora casi no quedan, los que todavía tienen sus puertas abiertas han hecho cuidadísimas terrazas donde sentarse de piernas cruzadas con los niños bien cerca, no se vayan a caer. Las primeras horas de la noche se pasaban en el pueblo, en otro bar en el que la gran familia se volvía a juntar, y donde una enorme plancha preparaba los platos servidos por un camarero que te había visto crecer y que conocía tan bien nuestros nombres como los precios de la pequeña carta. Hoy es un restaurante que sirve exquisiteces, a precios exquisitos y donde la gran familia ya no se reúne.

A media tarde se jugaba por el pueblo, en la zona que nuestros padres acotaban: no podéis pasar de la casa de tía Paz, y no vayáis mas allá de la cuadra de Esteban. Perfecto, eran unas cuantas calellas pero estaban llenas de muros que saltar, de prados en los que hacer casetas y de bichos muy apetecibles para experimentar con ellos. La zona se respetaba, aprendíamos a obedecer y el día que se nos ocurrió pasar el límite la señora de tres calles más abajo, que sabía tu árbol genealógico al completo, hizo de policía secreto y ya no se volvió a repetir mas. Cuando cenábamos en casa, esperábamos el silbido de Esteban cazando las moscas que se colaban llegadas de las cuadras de alado. Al oírlo, salíamos corriendo; sin frenar empuñábamos una cachaba de las de mi abuelo y durante veinte minutos hacíamos de pastores llevando las vacas de Esteban hasta el prado donde pacían. Estos últimos veranos salgo de la playa y veo a los niños que aun se reúnen con las bicis, aunque sorteando una infinidad de coches, y se despiden para irse frente a una consola. Claro, ahora las que mandan son las aceran y muchos de mis enormes prados soportan urbanizaciones. Las de menor impacto son chalets calcados los unos a los otros y calcados a los que se puedan haber hecho en una urbanización de las afueras de Madrid. Las que llevan la moral al suelo son edificios de viviendas unifamiliares que por ley tienen que dejar un trozo de zona común: columpios de plástico y un pequeño campo de futbol. Claro, una zona común, antes era cualquiera de los prados que te rodeaban.

Podría recordar multitud de nimiedades que, sin embargo, considero parte de mí. Creo firmemente que lo que se vive de pequeño es lo que te hace de mayor. Entiendo, respeto y apoyo el derecho de cualquier persona a disfrutar de lo que yo por azar disfrute toda mi vida, pero rechazo y critico que lo transformen haciéndole perder su esencia. Se escapa a mi entendimiento que pudiendo ver las consecuencias que un urbanismo incontrolado a tenido en nuestras costas, sigamos sin controlarlo. En zonas como en la que os he situado, los oficios son escasos y es de lógica que este movimiento de personas se observe como sustento, pero debemos hacer que este sustento una a la gente a esa tierra, para que todos la respeten, debemos albergar a la gente en casas de este siglo pero que conserven el aspecto que las hace ser de allí, debemos hacer que las calles sigan siendo calellas para que los que vengan disfruten de su encanto, debemos dejar que los bares sigan manteniéndose con sus peculiaridades. Debemos hacer que los que vienen se sientan como en casa, pero no copiándola. Tenemos que ser conscientes de lo que tenemos y de su valor, no del precio que podemos sacar por ello. Hay que explotar lo que diferencia a una tierra de otra, respetándolo, porque así haremos que ese sustento tenga un futuro y conseguiremos que los niños sigan viviendo cosas parecidas a las que yo viví, que aunque algunos las puedan ver como cosas de críos, también son un mundo.

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