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Las casas de ayer

28 de Abril del 2020 - Pedro José Villanueva

Estos días en los que nuestro pensamiento viaja de pasado a presente indiferentemente, quizás añoremos aquellas pequeñas cosas que nos hacían más humanos con menos de lo que ahora necesitamos para ser felices.

Vemos que los lugares de nuestra geografía vaciada son ahora lo más deseado entre los que viven confinados en pisos de la gran ciudad, y los urbanitas no dudan en arriesgarse intentando llegar a los pueblos, para disfrutar de la vista de un buen paisaje tan diferente a las calles desiertas que ven desde sus ventanas urbanas.

Ha quedado clara la importancia de lo de antes, y una de estas cosas son “las casas de ayer”: Casa Mesa, Casa Paco, Casa Bigotes...Y es que les hablo del caso de uno de estos pequeños pueblos vaciados, denostados anteriormente y hoy deseado para huir de la plaga, Cerredo, en el concejo de Degaña.

Recuerdos de no hace tantos años, cuando uno iba de compras con la libreta en la mano, esa libreta que servía para anotar lo que se debía en la “tiendina” del pueblo, con los productos tan necesarios pero tan distintos a los que hoy llenan nuestra cesta de la compra: aceite de girasol (el de oliva era de ricos), sal, vinagre, pan, alguna fruta (por supuesto que ni se sabía lo que era un kiwi) y vino para la mesa.

Estas casas en los pueblos eran necesarias para que la vida en estos lugares fuese posible, necesarias para que la gente pudiese comer antes incluso de cobrar el libramiento de la mina, porque, en esos días, eran libramientos y no nóminas como actualmente. Y las familias apuntaban todo lo que compraban durante el mes para ir tirando. ¡Qué alegría cuando uno se encontraba yogures en la nevera!

Y en estas casas jugábamos a ser mayores. Bajarse de la bicicleta de un solo piñón y sin amortiguadores, pesadas como lo que eran: un hierro; entrar en Casa Bigotes y pedir tantos vasos de agua como ciclistas temerarios formábamos la pandilla, más una lata de mejillones o de sardinas para compartir entre todos, y qué bien nos sabía.

Esperar en Casa Paco la llegada del Alsa (porque no decíamos autobús, que era demasiado fino) para ir al instituto; esos días en que las grandes nevadas hacían imposible estar en la calle esperando ese Alsa con cadenas en las ruedas para pasar el puerto; el cobijo lo encontrábamos allí, entre olor a café de puchero recién hecho.

Entrar en Casa Mesa y después de comprar las viandas que sabían a gloria, pedir que te llenarán el garrafón de vino para la casa con la coletilla aprendida de: “Dice mi padre que lo apuntes todo en la libreta”, entre olor agrio a bodega asturiana, con la sola iluminación de una luz pálida y amarillenta de la sala sobre un suelo tamizado de serrín.

Y Casa del Dólar, en el barrio de los Tachos, con su bar de primer encuentro de los mineros al salir del tajo, y la carnicería al lado. Casa Rosendo, que además de carnicería, tenía cine y discoteca. ¡Quién da más!

Casa Jaime, con su supermercado y sus filetes tan bien cortados de carne de ternera asturiana, y tantos otros lugares de encuentro en un pueblo lleno de vida y futuro. Pero ese futuro ya se fue con su regalo envenenado de soledad y cierre; la España vaciada, los restos del progreso que trajo la explotación carbón: hoy “Patrimonio Industrial” para atraer turismo. ¡Difícil lo tenemos!

Tantas casas de ayer, que hoy ya no están o se han tenido que adaptar a los nuevos tiempos, dejando escapar ese poso de comunidad que tanto nos unía y que tan gratos recuerdos no traen en estos días extraños de confinamiento. A esas casas y a sus dueños, de nombres conocidos: Pedro, Gelines, Trini, Bigotes, Rosendo, Jaime, Elisa, Ricardo... un aplauso aplazado durante años, ahora que estamos en tiempo de ello.

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