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La dignidad en política

29 de Abril del 2020 - José M.ª Pérez Rodríguez (Oviedo)

En política, como en la vida, hay que saber llegar, estar e irse cuando llega el momento, y siempre llega, por mucho que, como niños enrabietados algunos políticos, que ni supieron estar, ni irse, se nieguen. Este “saber estar” e “irse”, se llama dignidad. Un término que etimológicamente procede de la palabra latina dignitas: ser digno, de merecer. La dignidad, que para Kant “no está en venta”, es algo que no tiene precio, que tiene un valor interior, no se puede comprar ni vender, por mucho que los depredadores de la corrupción siempre la tienten. La dignidad se tiene o no se tiene. Las grandes culturas que fueron la cuna de nuestra sociedad, en política, Grecia, o en Derecho, Roma, en su época de esplendor, ya fuera la democracia ateniense o los momentos más gloriosos de la República Romana, defendieron con vigor que, sin dignidad, no es posible la política. Sin dignidad, sin hacerse merecedor de esa responsabilidad pública, no se puede ser un buen político. La dignidad es una condición mínima para ejercer la política, no suficiente, pero sí imprescindible. Hoy día parece que hemos renunciado a ella, al igual que a otra de las características que deberían definir su práctica: la capacidad de hacer cosas extraordinarias. Si la política fuera tan solo la gestión ordinaria de lo público, ¡qué necesidad tendríamos de ella y de políticos que la ejercieran!

El arte de la política la definía Aristóteles como “un modo de ser productivo acompañado de razón verdadera, y la falta de arte, por el contrario, un modo de ser productivo acompañado de razón falsa”. Esa definición del filósofo estagirita es más que pertinente para definir la mediocridad del uso de la política que se ejerce hoy día. El político en ejercicio ha de tener un deber, una obligación, cual es la impoluta ejemplaridad, claridad y aversión a la mentira que ha de guiar su gestión, exigiéndosele algo más que la mediocre venta de un producto de marketing. Pedirles ya que ejerzan con dignidad su función, y a ser posible de manera extraordinaria, parece un cuento de hadas. Pero ¿qué otro sentido tiene la política sino el de transformar lo ordinario? Salir de lo ordinario, buscar algo diferente, algo extra, algo que añada valor a lo que ya tenemos, que mejore y no empeore nuestra vida en común.

Hemos perdido la ilusión por la política, la esperanza de, a través de ella, mejorar la justicia, la libertad, la igualdad de las cosas concretas, esas que vemos que nos afectan en el día a día, a nosotros y a las personas que nos rodean, no esas banales banderas abstractas que utilizan unos y otros sin ningún significado real, vacías de convicciones. Es inconcebible que un político se encuentre más atento a salvaguardar su estatus político, quién sabe si por dinero, ambición, poder o todo ello junto, que de preocuparse por el bienestar, por el presente y por el futuro de aquellos ante quienes debería responder. Nadie les pide a los políticos que sacrifiquen su vida, como en el pasado otros tuvieron que hacer, pero ¿es mucho pedir que no mientan, que sean coherentes, que sirvan al bien común, que planteen soluciones a los problemas concretos que afectan a las vidas concretas de los ciudadanos y no desvaríen con frases hechas que no se creen por mucho que las pronuncien enfáticamente? Que sean dignos de su responsabilidad política. No se duda que haya políticos que así se comportan, probablemente sean mayoría, silenciados en su labor por el ruido y el mal olor de aquellos que insultan la dignidad de la práctica política, pero ¡qué duro es defender la política y a los políticos ante las noticias de cada día!, pues dado el panorama, parecen olvidarse que esa, y no otra, servir con dignidad y a ser posible extraordinariamente, ha de ser su función principal.

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