Respuesta contundente: ¿será suficiente?
¿Quién nos iba a decir al inicio de 2020 que la economía global iba a sufrir –muy probablemente– la mayor contracción desde 2009? Dentro de nuestras fronteras los analistas debatían sobre si el crecimiento del PIB para 2020 superaría la barrera del 2%... hoy la mayoría de organismos y agencias internacionales pronostican un retroceso de varios puntos porcentuales en nuestra economía. ¿Qué ha pasado? De nuevo, lo fugaz y efímero de los datos y previsiones económicas ha vuelto a la escena pública; así es la economía, volátil, inestable y esquizofrénica.
Sin apenas margen de maniobra para las autoridades económicas y monetarias del área euro los distintos gobiernos de nuestro continente –y del mundo– han comenzado a aplicar estrictas medidas de confinamiento y de restricción de la libertad de movimiento; ¡apenas nos hemos enterado! La economía española, aunque con un crecimiento modesto y unas cifras de desempleo que no daban lugar al orgullo, llevaba inmersa una fase expansiva desde el año 2014 que poco a poco parecía ir corrigiendo los desequilibrios posteriores a la Gran Recesión (desempleo, pobreza, déficit o deuda pública, entre otros). Hoy por hoy, en marzo de 2020, el círculo virtuoso se ha roto. Nuestra economía se adentra en una etapa de incertidumbre que está supeditada, sin género de dudas, a la evolución de la crisis sanitaria del coronavirus.
La teoría económica puede arrojarnos algo de luz sobre lo que está sucediendo. Nuestra economía está capeando un choque externo sin precedentes; por un lado, un shock de oferta derivado de la paralización de la actividad productiva y, por otro, un shock de demanda como consecuencia de las severas restricciones a la movilidad. En otras palabras, el consumo se ha contraído fuertemente en línea con el veto a la libre circulación; a día de hoy el gasto de las economías domésticas se está enfocando, como en tiempos bélicos, a los bienes de primera necesidad. Actualmente, con una crisis sanitaria que se encuentra en ciernes, es imposible de pronosticar el impacto sobre la demanda agregada una vez pasada la etapa más dura del confinamiento; la destrucción de empleo y unas expectativas económicas poco alentadoras lastrarán, muy seguramente, el gasto de las familias y empresas. El mundo occidental –y su economía– no habían vivido una situación tan dramática desde la Segunda Guerra Mundial. Estamos, en palabras de la OCDE, en una situación “de guerra”.
Es aquí donde el papel del Estado como agente económico vital resurge a lo largo y ancho del planeta con un vigor nunca visto desde la brutal posguerra europea. Incluso aquellas personas que se dicen liberales y que abogan por una reducción drástica del intervencionismo del Estado en el normal funcionamiento de la economía están, estos días, con la mirada puesta en los gabinetes gubernamentales de medio mundo. La actuación de las autoridades económicas y monetarias ha sido contundente: a los dos lados del Atlántico se han puesto en marcha ambiciosos planes para mitigar los efectos de este shock externo. La Reserva Federal estadounidense ha comenzado a inyectar masivamente liquidez al tiempo que su balance alcanzaba la cifra récord de 5 billones de dólares; adicionalmente el precio del dinero vuelve a ser, en la primera economía global, del 0%. En el área euro las acciones no se han hecho esperar; tras un tibio programa de compra de activos por parte del BCE a inicios del mes de marzo, la banquera central de la eurozona ha dejado claro que, de nuevo, la institución con sede en Fráncfort del Meno hará todo lo necesario para proteger a la moneda única y a sus economías. El apoyo principal que ofrece el Banco Central se traduce en compras de títulos de deuda soberana por un monto que ronda los 750.000 millones de euros, una cantidad sin precedentes que ha tenido el visto bueno de los mercados, hecho que no se debe desmerecer y que es una noticia más que positiva para la economía española. Si en los inicios de la expansión cuantitativa allá por 2015 la compra de títulos de deuda pública en los mercados secundarios tenía que ser proporcional al peso de las distintas economías en el conjunto de la zona euro, hoy día esa restricción se ha levantado. Las implicaciones no son pocas, el BCE podrá adquirir bonos de aquellos países con mayores tensiones financieras de manera discrecional. Esto es, el BCE estaría en disposición de enfocar la mayor parte de su “arsenal” únicamente a aquellos estados miembros con mayores dificultades de financiación en los mercados. Como en otras actuaciones de este organismo supervisor, economías como la italiana o la española –con fuerte endeudamiento público y que muy probablemente sufrirán en mayor medida que otros socios comunitarios el impacto del covid-19– serán las grandes beneficiadas. En esta línea la prima de riesgo –el diferencial en el bono a 10 años de los países de la zona euro con respecto al bono alemán– ha caído alejando, al menos de momento, a los fantasmas de la crisis europea de la deuda soberana.
A pesar de una actuación sin precedentes de la institución presidida por la economista francesa Christine Lagarde, los países del sur de Europa esperaban una respuesta más contundente del Eurogrupo y de la Comisión; la concepción del proyecto europeo, con todo lo que ello implica, parece ser distinta en las latitudes más septentrionales de la Unión. Las peticiones expresas de los jefes del Ejecutivo de países como Italia, España, Portugal pero también Francia o Bélgica sobre la necesidad imperiosa de avanzar en el lanzamiento de eurobonos parecen no van a ser, otra vez, tomadas en consideración. Esta idea de solidaridad intraeuropea basada en la creación de un Tesoro Comunitario en el que los títulos de deuda pública estarían respaldados por toda la “economía del euro” choca de frente con las posiciones más draconianas de aquellos países con sólidas posiciones financieras, en esencia, Alemania y países satélite como Holanda o Austria. De nuevo Europa falla, de nuevo la mutualización de riegos no parece una realidad cercana para los europeos. Las fuertes críticas a estas posiciones tan inflexibles, que son una vuelta a las tensiones político-económicas del verano de 2012, han propiciado un tibio cambio de posiciones en el seno de la Unión Europea. En primer lugar, la presidenta de la Comisión se ha comprometido a acelerar la creación de un fondo de reaseguro para el desempleo con una capacidad de financiación del orden de los 100.000 millones de euros. La idea es que el fondo aporte los recursos suficientes para promover actuaciones que protejan el empleo –como los ERTE en España– durante las etapas más duras de la crisis sanitaria sin que ello implique una presión excesiva sobre las cuentas públicas de algunos países. La proposición del Ejecutivo comunitario, aunque restringida a la financiación de políticas de preservación del empleo, se puede entender como el primer mecanismo de estabilización que buscaría paliar los efectos del temido choque asimétrico. Si bien es cierto que este reaseguro de paro no tiene la misma trascendencia que el seguro de desempleo que la misma Ursula Von Der Leyen propuso en su candidatura, el avance es destacable; la construcción europea nunca ha sido fácil. En otra línea países como Alemania u Holanda, además de la propia Comisión Europea, han abierto la posibilidad de que aquellas economías más afectadas por la crisis del covid-19 puedan acceder en condiciones ventajosas al MEDE; el otrora temido fondo de rescate. La amplia variedad de respuestas, aunque quizá tardías, abren una ventana de esperanza para no situar al euro ante las fuertes presiones del bienio 2011-12. De los errores se aprende, también de los que se cometerán en esta crisis. Seamos críticos pero también constructivos; seamos prudentes y confiemos en el activo más importante de cualquier economía, su población.
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