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Fragilidad, solidaridad e interioridad: tres lecciones para no olvidar

10 de Mayo del 2020 - Carmen González Casal

Estamos a las puertas de la fase 1 de esta desescalada. El final se atisba lejano. Desde aquel 14 de marzo, en el que la mayoría nos quedamos en casa, procuré ver en esa inesperada circunstancia una oportunidad de aprendizaje, viviendo amigablemente con el presente porque sabía, como dice Eckhart Tolle en “El poder del ahora”, que “si no te sientes cómodo con él, te sentirás incómodo donde quiera que vayas”. A estas alturas, somos íntimos amigos y ese remar juntos me hace más llevadera esta singular travesía.

Tras más de cincuenta días en la “escuela del coronavirus”, tres son las lecciones más importantes que sigo aprendiendo. Te las traslado, aunque posiblemente no te descubra nada nuevo y seas ya un alumno aventajado.

De repente, me sentí frágil, limitada en los movimientos más elementales, y a medida que el número de infectados y muertos aumentaba en todo el mundo, me di cuenta de que el gigante del poder tenía los pies de barro y estaba a punto de hacerse añicos. Que el movimiento transhumanista que postula llevar al hombre más allá de la muerte tenía sus días contados. Que el camino de la prepotencia que conduce al hombre a postularse como un dios se había convertido en una senda engañosa y equivocada.

Sumario: De lo aprendido en la "escuela del coronavirus"

Sin embargo, a medida que ese sentido de la contingencia se hacía más patente, un clamor espontáneo y ensordecedor de solidaridad se fue haciendo más potente, hasta estallar en palmas a las ocho de la tarde, y en generosas iniciativas de empresarios y personas anónimas para conseguir respiradores y mascarillas, para facilitar la compra a quien no le convenía salir de su casa o –entre otras muchas acciones altruistas– prestar el perro para que ese joven con autismo pudiera salir a la calle. ¡Cuántas llamadas hemos hecho en estos casi sesenta días interesándonos de verdad por nuestra familia, amigos, conocidos, colegas! Todos nos encontrábamos en la misma tempestad y al unirnos por la generosidad, nos hicimos fuertes en esa debilidad. Lección de solidaridad, sin confundirla, ojo, con la obligación que tienen los gobiernos de proporcionar los medios necesarios para salir a flote cuando hay maremoto, que para eso pagamos impuestos. No sé si en esto muchos están a la altura.

Finalmente, estar confinados en nuestra casa, incluso teletrabajando o siguiendo las agotadoras tareas digitales de los niños, o haciendo múltiples cursos online, repostería para pasar el tiempo y tantas cosas más, nos ha facilitado momentos de soledad para adentrarnos, como decía Unamuno en “Secretos de la vida”, en esos “rincones del alma, escondrijos y recovecos de la conciencia que yacían inactivos e inertes”. Este virus también nos ha dado una lección de interioridad: nos ha ayudado a reflexionar, algo en lo que muchos –en una vida de frenética actividad exterior– se pueden considerar perfectos analfabetos.

No lo olvidemos. No somos inmortales, ni todopoderosos, pero hemos comprobado que somos más felices cuando ayudamos generosamente a los demás y, sobre todo, cuando conseguimos estar en paz con nosotros mismos. Quizás una cuarta lección del covid-19 sea trabajar personalmente la dimensión trascendente, esa que nos lleva a concluir que todo lo de aquí abajo no tiene la última palabra, que desde la fe –cada cual la que practique–, encontramos el sentido de lo que hacemos cada día, en esa amigable intimidad con el momento presente.

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