Anticlericalismo en las disposiciones del Gobierno
El 11 de mayo de 1931, la ignominia de una nación se encarnó en una masa de españoles que, alentados por la velada permisividad de los dirigentes políticos de la por entonces recién estrenada República, protagonizaron la barbarie destructiva conocida como "la quema de conventos" y que constituyó un preludio sombrío de las convulsiones y enfrentamientos civiles que tendrían lugar no muchos años más tarde y que, memorias históricas sesgadas aparte, tuvieron su principal origen en una persecución religiosa de tal magnitud que eclipsaría cualquier precedente en la historia universal de la Iglesia.
En tan aciago periodo, se promulgaron numerosas disposiciones que, bajo el pretexto de secularizar la vida pública española, constituían lo que podríamos denominar un auténtico "anticlericalismo jurídico". Entre otros fines, tuvieron por objeto: la eliminación de la enseñanza religiosa y de los signos religiosos en los centros escolares públicos, la obstaculización de la Semana Santa mediante la declaración del Jueves y Viernes Santo como días laborables, el impedimento de que autoridades civiles o miembros del Ejército acudieran a actos religiosos, la supresión de las exenciones tributarias a la Iglesia, y otra serie de medidas que vuelven a componer los programas e idearios políticos de la actual izquierda española. En definitiva, una serie interminable de normas dirigidas a minar el sentimiento cristiano durante siglos forjado por la sociedad española y que cien años antes habría sufrido un ataque de similares características sin conseguir el fin antirreligioso que pretendía, como si nuestro país estuviera condenado a padecer un mal recidivante que brota cada cien años para poner a prueba nuestra conciencia y sentir cristiano.
Pues bien, como si se tratara de una nueva cita con el destino, un siglo más tarde despiertan nuevamente los mismos protagonistas. Si bien es cierto que el pueblo español, por suerte, ya no es el mismo que participó en el enfrentamiento fratricida y que protagonizó escenas de persecución y martirio impensables de acontecer en la actualidad, en cambio nuestros actuales dirigentes, con un sectarismo y laicismo cada día más enconados, son una verdadera amenaza para la estabilidad y la paz social. La acritud que se destila en sus últimas resoluciones en lo que se refiere a política religiosa no puede ser más patente. La orden ministerial de 9 de mayo dictada para la "flexibilización" (sic) de determinadas restricciones impuestas en el ámbito nacional establece que, a partir de su entrada en vigor, "se permitirá la asistencia a lugares de culto", como si tal asistencia no hubiera estado permitida hasta la fecha acogiéndonos al artículo 11 del decreto que regula el estado de alarma, precepto este último que de ningún modo prohibió el acceso de los fieles a los templos, sino que lo condicionaba al cumplimiento de unas medidas de seguridad incluso más laxas que las actualmente impuestas mediante una norma de rango inferior y que vulnera el principio de jerarquía normativa. No dejaría de ser algo sin mayor trascendencia si no es porque lo que se esconde tras la nueva regulación es homologar la situación de facto anteriormente creada y, lo que es más grave, legitimar los excesos policiales cometidos al impedir y disolver actos de culto que se celebraban durante la Semana Santa en diferentes puntos de la geografía nacional (Granada, Madrid, etcétera) y que fueron recogidos convenientemente en distintos medios de comunicación. Si los templos católicos permanecieron cerrados hasta la fecha fue, única y exclusivamente, con motivo de las directrices impartidas por la Conferencia Episcopal Española a las distintas diócesis con objeto no solo de evitar situaciones de conflicto como las anteriormente apuntadas, sino de preservar la salud de los fieles y contribuir al interés general. Sin embargo, lejos de cualquier reconocimiento público a la abnegada labor que la Iglesia ha venido desempeñando durante la crisis sanitaria a favor de los ciudadanos, el Gobierno, tomando por acatamiento y sumisión la generosidad y renuncia de la Iglesia, con la nueva norma traspasa todo límite al regular y condicionar hasta los propios actos litúrgicos. Asimismo, sorteando lo que constituye todo un agravio frente a otras comunidades religiosas, al prohibir en la práctica únicamente para la comunidad católica el desarrollo de actos de culto en el exterior de los templos, el apartado tercero del artículo 9 de la reseñada orden determina no solo aspectos que coartan una vez más la libertad religiosa de las personas, sino que, en su osadía, se atreve incluso a dictar reglas que inciden en la normativa canónica, cuya introducción o modificación únicamente compete a la propia Iglesia. De seguir por este camino, no sería de extrañar que nuestro laicista Gobierno acabe por decirle a la Iglesia cómo debe interpretar sus propias normas canónicas de manera que se adapten mejor a sus aspiraciones y termine por introducirse en el aspecto más íntimo de la persona y su relación con el Creador.
Los católicos españoles debemos estar alertas ante lo que nos pueda deparar el futuro con este Gobierno. La crisis económica, que todos los augures en la materia pronostican, puede servir de excusa propiciatoria a quienes, desde hace tiempo, vienen apuntando nuevamente hacia el patrimonio de la Iglesia. De hecho, la historia española está preñada de gobernantes que taparon sus incompetencias con distintas desamortizaciones eclesiásticas. Sin embargo, el resultado final siempre fue el mismo: España no solo no prosperó económicamente, sino que perdió en todos esos vanos intentos un patrimonio histórico-artístico y documental irreemplazable. Pero la historia, ya sabemos, no es precisamente el fuerte de un Gobierno sectario y movido únicamente por rencores anacrónicos.
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