Acento, dicción y otros detectores de clasismo
"¿Vas a suavizar el acento o lo vas a dejar?", preguntaba la pasada noche del 4 de mayo Pablo Motos a un sagaz Roberto Leal. El acento andaluz abre tantos debates como susceptibilidades hiere. Pero qué casualidad, la dirección de la discusión es siempre la misma: castellanoparlantes perfectos, dotados con una ilustrísima capacidad del lenguaje, increpando a andaluces zafios, zotes, vagos hasta para aprender a hablar su propio idioma.
Pero lo cierto es que, entre ustedes y yo, los andaluces no somos nada de eso. Por no ser, no somos ni vagos. Ni siquiera hablamos mal el castellano, como tanto se dice. Lo hablamos a nuestro modo, con nuestro acento, como todas las regiones de España. Ningún habla es una degradación o imitación de la única e indiscutible, verdadera heredera del patrimonio de Cervantes. Pero bendita la segunda casualidad de hoy que las que imitan siempre son las culturas eternamente degradadas hasta la extenuación. Y en eso la andaluza gana por goleada.
Aquí viene la tercera casualidad del día: da que pensar que tengamos que ser precisamente los ajenos a la perfección lingüística los que tengamos que recordar la diferencia entre acento y dicción. Sorpresa: las malas vocalizaciones existen en toda España. No es algo inherente a determinados acentos, por mucho que ilustrísimos señores, adalides del buen castellano como Pablo Motos, se esfuercen en negar. Más de veinte años de excelencia comunicativa lleva a sus espaldas Roberto Leal para que ahora, cuando hacerse comprender es más importante que nunca (¡como si no lo fuera antes!), se le cuestione no por su trayectoria sino por su lugar de nacimiento.
Qué curiosa casualidad (ahí va la cuarta y última) que el acento, una vez más, sea la guinda de un pastel hecho a base de clasismo y soberbia. Así que, señores que odian el andaluz, que lo piensan de casta inferior, háganse "así" dos veces: una, para limpiarse los oídos; otra, para quitarse un poco de esa arrogancia que llevan encima.
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