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Dos clases de curas... y de feligreses

27 de Mayo del 2020 - María del Mar Rubio Sampedro (Gijón)

Hace unos días, el 19 de mayo concretamente, apareció en este periódico una dura crítica hacia un sacerdote de nuestra diócesis. El actual escrito no pretende ser ni un ataque a aquella misiva, ni una defensa sobre el protagonista de la misma: no es ataque porque la opinión reflejada entonces puede ser igualmente aceptada por una mayoría o por una minoría de los que nos llamamos Iglesia, y no es una defensa porque eso supondría que hay error en hechos y palabras de aquel en el que se vierten insultos y maledicencias.

Tengo 49 años y desde muy temprana edad he vivido y vivo mi fe en la iglesia de mi barrio. No se me escapan los entresijos de una comunidad parroquial así que lo que ahora escribo no lo hago gratuitamente sino con un extremado, cuidadoso y analizado conocimiento.

La carta firmada por Lourdes García comenzaba diciendo que había dos clases de curas y ¡cuánta razón tiene! En estos años he podido conocer muchos y muy variopintos sacerdotes: vagos, marujones de portal, aduladores de altas esferas, conspiradores, derrocadores de causas justas... Imagino que alguno ahora se estará escandalizando pero la realidad es que, igual que sacamos a relucir las bajezas de distintos personajes públicos, muchos celebrantes de la Iglesia precisan de un buen tirón de orejas. Y supongo también que ante esta sentencia alguno podría preguntarme: ¿y cómo es que sigues ahí con ese panorama? La respuesta tiene tres vertientes: por un lado, entendí a la perfección que, como en todos los ámbitos de la sociedad, aquí también existen garbanzos negros; por otro lado, cómo esa circunstancia no podía ser anuladora de mi responsabilidad como laica, y una tercera, por la bendición que supone toparse y trabajar codo con codo con sacerdotes pertenecientes a un selecto segundo y colorido grupo rebosante de entrega, honestidad y sabiduría.

En tiempos de pandemia me ha resultado cómico encontrarme con la carta de Lourdes. Poner énfasis en aspectos tales como la indumentaria de un sacerdote o sus gustos musicales dice bien poco a favor del que señala. Sobre el atuendo, personalmente, me rindo ante la persona que se descubre tal como es y no se disfraza de cuervo negro queriendo transmitir una infalibilidad que supone le otorga su orden ministerial. Al contrario, y bajo mi punto de vista, la sotana trasnochada deja al descubierto flaquezas e inadaptaciones al mundo real. Sobre el tema musical, ¿qué decir? Me consta que Pochi disfruta del "Boss" como de la ópera, de un libro de filosofía como de uno de poesía, de un icono bizantino como de un cuadro de Basquiat. He aquí una de sus grandezas que le granjea enormes incomprensiones: exprimir al máximo todo lo que el regalo de la vida pone ante sus sentidos.

En tiempos de pandemia es hilarante el que alguien sentencie a alguien por su modo de hablar, de entonar o de dirigirse a los demás, cuando lo que le mueve es hacerlo en la comprensión de la Palabra. Los oyentes podemos ser muchos y bien distintos: lo que a unos provoca exasperación, a otros nos despierta la chispa del estar vigilantes masticando y saboreando cada palabra que ha de encontrar un lugar único en el alma. He aquí otra de las grandezas de Pochi: controlar distintos lenguajes, no solo para distintos públicos (entendida esta palabra como convocatoria), sino también para los distintos estratos sociales, y es que no es lo mismo comunicar la Buena Noticia en la periferia de la ciudad que hacerlo en la plaza de la Escandalera.

Y ofreceré una virtud más de Pochi: el desprendimiento del ser y tener. Lo que para unos puede ser irreverente, para otros es el signo de la mayor reverencia, síntoma de cercanía y conexión con el Padre.

Lourdes comenzaba sus palabras diciendo que hay dos clases de sacerdotes y yo ahora digo que hay dos clases de feligreses: los que se quedan perdidos en pequeñeces a los ojos de Dios y los que intentamos salir a toda costa de ellas para vivir la fe en toda su grandeza.

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