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A don Emilio Serrano Quesada. Confirmando y corroborando su "La dignidad al final de la vida"

31 de Mayo del 2020 - Agustín Hevia Ballina

Eran las doce de la noche ya mediada y retornaba yo a mi mesa de trabajo a releer la “sentida meditación” con que Emilio Serrano ha querido obsequiar a los lectores de LA NUEVA ESPAÑA, en estos días de recogimiento, que nos ha venido impuesto por las duras circunstancias que la Humanidad está viviendo, con la triste y amarga pandemia, que muy mucho nos ha forzado a reflexionar en los tensos momentos de nuestra vida cívica y ciudadana, así como por las repercusiones tan excepcionales en nuestro diario vivir de creyentes y de cristianos.

Tomó como punto de partida Emilio Serrano el jugoso libro de Julián Marías, con el hermoso título de “Personas”, al que se acerca a través de los ojos de Ángel Lacave, tan ponderado y sereno en sus juicios y en sus reflexiones. Puedo decir a mi gran amigo Emilio que también yo tengo la satisfacción de haber compartido con el profesor y maestro Marías grata velada, en el Seminario Metropolitano de Oviedo, seguido de una conferencia del maestro insigne sobre el padre Feijoo, acerca de las generaciones y consideraciones que el concepto suscita, dentro y concomitantemente de las vivencias del ser humano, en la persona, tema en que también afloraron alusiones al concepto tan elegante y sabiamente profundizado por don Julián. La coincidencia con el tan candente tema de don Emilio me ha llevado a acompañar, con mi pobre y sencilla reflexión la hermosa meditación en que nos sumerge mi gran amigo, al que siempre leo con admiración de su estilo gratísimo, cargado de metáforas y de vivencia poesía y de la hondura y belleza estética de sus gratas apreciaciones.

Las reflexiones, cargadas de espiritualidad de Emilio, me han ayudado a descubrir en él una persona de auténtica raigambre cristiana, de convicciones serias e ilusionadas, de criterios de un hombre honrado a carta cabal, amigo de sus amigos hasta los tuétanos, entregado a su trabajo, a su obrar generoso como empresario, bien consciente de que la obra humana es colaboradora con la creación de Dios, dejándome en el alma, como colmado sedimento y poso, a una persona de fe profunda, enraizada hondamente en la fe de los suyos que la antecedieron.

En su consideración sobre los fallecidos en la soledad de la pandemia, quiero apostillarle lo grato y reconfortante que me ha sido encontrarme con esa como paráfrasis del texto paulino en su carta primera a los fieles de Corinto: “Permanece la fe, la esperanza, el amor, las tres, sí, pero lo mayor es el amor, la caridad consumada”, el ágape cristiano (1Cor 13,13). Para Emilio, como a todos, solo le queda el amor que nunca falla “y la fe que me acompaña”, dice con énfasis emocionado.

SUMARIO: Consideraciones sobre los fallecidos en soledad en la pandemia

DESTACADO: Gracias infinitas por tu sentida meditación, que, en estos momentos de recogimiento, aporta tu visión de fe confesada y proclamada, para aliento y confortamiento de nuestra espera y de nuestra esperanza

Cuando ante la contemplación del que va al encuentro de Cristo en la soledad amarga de la partida en el más crudo y desabrido apartamiento y abandono, una vez de “mi rostro se llena de amargura”, trata de confortarte más bien, dejándote conducir, amigo Emilio, a una alegría que genera en el espíritu el sentimiento de saberse salvado en Cristo, cada uno en su humilde persona, a pesar de la condición de pecadores.

Para mi aplicación personal, tomo como referencia siempre un calificativo que bien podemos aplicarnos todos los humanos y que yo encuentro, como concomitante esencial de la definición de una persona, en la lápida fundacional de mi iglesia de San Andrés de Valdebárcena: “Martinus presbyter, peccator et filii Ecclesiae”: “Levantaron este templo el presbítero Martín, humilde pecador, con los hijos de esta iglesia”. La definición de su persona que hace el clérigo y párroco Martín tiene solamente dos connotativos: es presbítero –sacerdote de Criso–, aunque es pecador, y por tal, como algo inherente a su persona, le puso en escrito muy solemne, como lo es el de la lápida cual fundacional de su Iglesia, para reconocimiento de todos los feligreses, seguidores del Señor.

En mis vivencias personales evito las palabras destino, azar, casualidad y me abrazo, más bien, a acontecimiento festivo y salvífico, porque Dios ha venido a nosotros en la persona divina de su Hijo Unigénito. En el óbito que es “ida al encuentro del Padre, que es Dios Omnipotente y Creador de cuanto existe”, llenos de “una luz esperanzada, que nos acompañará hasta nuestro final, caminamos todos, entre sacudidas de nuestra conciencia, hacia el encuentro más ansiado en los brazos del Padre Dios. La vida que aguada, abrazados estrechamente a la esperanza, en la visión de Emilio Serrano, es “voz, silencio compartido, ilusión y fe” y serán en futuros de bienandanza, por siglos de siglos, disfrute, bienaventuranza, visión beatífica y felicidad perpetua, en el descanso eterno de su Señor. “Es un aceptar la presencia de la nueva vida, esperándola con alma enamorada, con la mano tendida a la esperanza de la nueva vida, esperándola con alma enamorada, con la mano tendida a la esperanza, con plena dignidad cristiana”. Con su cuerpo cansado y su alma fatigada, como él mismo confiesa, Emilio piensa en los que nos han dejado y después de reflexionar en ese Dios, en quien confía, concluye: “Se me escapa un rezo y pido a Dios clemencia para todos ellos, en seguimiento de nuestros antepasados, cimiento de nuestras vidas”.

En su personal visión del tránsito hacia la bienaventuranza, Emilio siente estar sumergido en la confianza en el Dios único y clemente, hacedor de todas las cosas, donde, en el pensar y personal consideración de Emilio, “la vida, se hacía noria, que se llena, se vacía y así riega la personal parcela, por donde”, como a todos nos pasa, corren, hoy, las aguas de sus dudas”, mientras mañana, por sus acequias discurrirán ríos caudales, que llenarán de alegrías y de venturas la ciudad de nuestro Dios, la Jerusalén nueva y perdurable.

Emilio, amigo muy querido, gracias infinitas por tu “sentida meditación”, que, en estos momentos de recogimiento, aporta tu visión de fe confesada y proclamada, para aliento y confortamiento de nuestra espera y de nuestra esperanza. Sumamente frutuoso, tenlo por seguro, ha resultado ese “paseo por el jardín” –en estado contemplativo tú y cumplidamente confortado– "de la casa de tu aldea”. No ten encuentres triste, ni menos te dejes dominar por traicionera mesticia, porque es mucha y muy cumplida la ventura que nos aguarda, en gozos y alegrías sempiternos. Deja escapar, Emilio del alma, un rezo, pidiendo a Dios clemencia para todos los que en Él ponemos nuestras esperas e ilusiones e idéntico Dios, que es amor y que se nos da en diario, eucarístico y candeal pan compartido.

Esperanza, ilusión, búsqueda ansiosa, caridad y confraternidad, ágape cristiano: En ellas aguardamos, unidos al mismo Señor, esperamos, en íntima comunión de fe, “un solo Dios y Padre, por quien son todas las cosas y un solo Señor Jesucristo, por quien todo tiene el ser y por el cual somos nosotros” (1Cor, 8,6). Sabes bien dónde tienes, carísimo Emilio, un amigo, al que, como Horacio o Virgilio, puedes proclamar “animae dimidium meae” (“la mitad de mi alma”).

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