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Semántica preventiva

1 de Junio del 2020 - José María Bayo Muro (Gijón)

A lo largo de este mes de mayo se ha ido produciendo un cambio significativo con respecto a los dos meses anteriores en lo referente al lugar donde estaba puesto el foco mediático, que ha ido pasando, de estar exclusivamente centrado en la pandemia y en los efectos devastadores que esta iba produciendo con el número de muertos y contagios diarios, al emergente panorama político con sus broncas parlamentarias y las respectivas declaraciones por uno y otro lado. Dentro de este contexto de confrontación diaria, de descalificaciones, comunicados y desmentidos, sin tener en cuenta uno de los principios más elementales de la lógica de enunciados como es el de no contradicción; es decir, no sostener a la vez una cosa y su contraria; la marejada sociopolítica, como era de esperar por otra parte, se ha ido escorando hacia posiciones más populistas, sobre todo en los últimos días, y es ahí donde aparece con toda su fuerza el sustrato ideológico que amalgama toda esta serie de pensamientos. Serán los seguidores del argentino Ernesto Laclau, estudiosos a su vez de Jacques Lacan a través de cursos breves o seminarios, entre los que se encuentra Pablo Manuel, que se mueve por esas aguas como nadie; los que de nuevo se acogerán al concepto lacaniano de “significante vacío” que tan buenos resultados les ha dado en anteriores ocasiones; recuérdense los conceptos ya utilizados de casta, círculos, gente decente, desahucio, dación en pago, democracia directa, etc.

Los significantes vacíos son interpretados por Laclau como elementos, fenómenos y estructuras de la sociedad política cuya esencia es negada, y deben ser “disputados” en su significado o, mejor dicho, en su “representación”, por la razón populista. La realidad está llena de significantes vacíos: poder, clase social, raza, pueblo, igualdad, libertad, ciudadanía... y últimamente “golpe de Estado”, con toda la fuerza peyorativa que tiene debido a su magnetismo moral. Todas estas ideas fuerza serían “significantes” que no haría falta aclarar o definir, sino disputar, y esa es la clave. De lo que se trataría, para los postmarxistas, es de apoderarse de ellos, de “apropiárselos” y que no se los lleven otros para formar una cadena equivalencial de demandas alternativas. Hay que hacerse a ellos y representarlos en una cadena equivalencial propia para alcanzar la hegemonía. La hegemonía se convierte así, a diferencia de Gramsci (para quien se alcanzaba a través de los intelectuales orgánicos organizando a la clase obrera a través de un partido fuerte, es decir, mediante la concienciación, la educación, etc.), en una hegemonía del lenguaje cargado de emotividad, de retórica, de uso en beneficio propio. Esa hegemonía se alcanzaría mediante la “metodología populista”, que no es algo sustantivo en sí –como pudiera serlo la socialdemocracia, el liberalismo, el socialismo, etc.–, sino una “lógica política y social”, es decir, un “sistema de relaciones” políticas y sociales. La metodología populista estaría así al alcance de todos y se convertiría en una buena vía que facilitaría el acceso hacia la hegemonía.

Dejando de lado la historia del populismo y de la psicología de masas que nos podrían ofrecer los diferentes autores sobre estos temas, desde Le Bon hasta Wilhelm Reich o el peronismo, lo que queda meridianamente claro es que el populismo, a día de hoy, está funcionando a todo gas; y, a pesar de ser continuamente desenmascarado, la gente sigue cayendo en las mismas trampas, sigue siendo pasto de los dualismos maniqueos del bien y del mal, del progresismo y del conservadurismo, de los charlatanes y de los sofistas. Nosotros hemos recordado una expresión del refranero español, empírica, en uso, y además funcional, que vendría a resumir de alguna manera uno de los objetivos que el populismo pretende, como es la de anticiparse a una situación de vituperio vituperando primero, “te llamo p. para que no me lo llames tú”.

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