Hórreos, paneras y cabazos
El hórreo, legado romano a los astures
Las luchas contra los cántabros y los romanos fueron largas y muy empecinadas, según el Padre Eutimio Martino, aquel jesuita comillense que encaminó mi vida por las rutas de la historia y la literatura, a la búsqueda y procura de la placentera verdad que nos hace libres y creo que mejores personas. La herencia romana nos dejó el libre acceso a la fantasía, historias de culebres, nuberos y xanas en el alma.
Un magisterio profético porque por circunstancias de la vida han transcurrido la mayor parte de mis días en esta región donde el legado romano es impresionante: el soniquete cantarín con que los asturianos hablaban, la devoción a los muertos, una cierta superstición por los elementos inanimados del bosque el culebre, el nuberu, las xanas, las procesiones de la santa compaña, el silbo del búho en la enramada, pero sobre todo donde más se aprecia la herencia latina es en la disposición de las casas: la antojana o galería que algunos denominan corredoria orientada hacia Poniente, el llar, el hipocausto o calefacción subterránea, pero sobre todo el hórreo. Este almacén o despensa “horreum” es testimonio de la fuerte impronta que dejaron las legiones romanas en los indómitos astures que después de la conquista se unieron al lábaro de las legiones y pasearon el estandarte con la leyenda SPQR por toda Europa. Cántabros vélites (infantes), équites (los de a caballo) astures y honderos mallorquines encuadraron las milicias del ejército de César en la guerra de las Galias.
Particularmente la casería y la quintana son una reliquia de las villae o casas de labor romanas con su pórtico o antojana, el estragal donde se hacía la vida en común. Detrás la pomarada (impluvium) para recoger las aguas llovedizas –un aljibe– y arriba el cenáculo o sala que se utilizaba para comer únicamente en los días señalados grandes ocasiones.
El piso de barro batido en las casas pobres pero en las de los ricos (domus aureae) se pavimentaba con mosaicos y losetas. A la entrada se abría un portillo a grandes letras se ponía la palabra SALVE y en otras CAVE CANEM (ojo con el perro).
El mobiliario era escaso y los enseres austeros y muy prácticos: en los armaria se guardaban los vasos y utillaje y un poco más allá estaba un edículo o altar a los dioses domésticos al borde se pintaban las imágenes con el rostro de los ancestros que habían fallecido una vela perenne ardía en conmemoración de los penates o difuntos.
No había sillas. Nuestros antepasados se tumbaban para comer en los “triclinios” o “lecti” lechos. Para comer se reclinaban sobre el brazo izquierdo apoyado en un “pulvinus” o almohadón. El vino se servía aguado en “craterae” (vasijas) y era costumbre beber en pequeñas cantidades para evitar la borrachera. Con frecuencia en tales banquetes sucedía lo inevitable como consecuencia de la inmoderación: las vomitonas, pues ya lo dice el refrán popular “pue más el güellu que el butiellu”.
En aquellos tiempos no había sido descubierto el valor de la manzana como espiritoso o tal vez se desconocía la sidra como bebida alcohólica puesto que la viticultura asturiana proporcionaba buenos caldos que traían los mesnaderos desde el Bierzo o desde Cangas de Narcea.
El clima era más ardiente y había viñas incluso en territorios de la marina. Estas comilonas duraban desde el mediodía hasta entrada la tarde y el plato más frecuente era el “aper” (jabalí) con liebres, viandas de caza mayor y toda clase de pescados aromatizados y servidos con el “garum”, la salsa indefectible en cualquier condimento o asado de la cocina de Roma.
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