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In memoriam. Ramón Rodríguez Cuevas: temple de cura y alma de artista

4 de Junio del 2010 - Javier Gómez Cuesta

Podía haber figurado en la delantera del Real Oviedo, en aquellos tiempos en que el glorioso equipo de la capital debutaba en Primera División, en aquellas temporadas míticas de los años cuarenta con Antón, Herrerita y Emilín. Su fútbol era preciosista, elegante y efectivo. Tuvo posibilidades y tentaciones. Pudo más su vocación sacerdotal. Podía tener acuarelas o cuadros al óleo, al menos en el Museo Provincial. Su pintura era agradable, expresiva, colorista, costumbrista, dominando la luz y los colores. Sus cuadros cuelgan en las paredes de las casas de los amigos, entre los que me cuento. Era el regalo que te hacía. Su pintura ha servido para hacer los carteles de la campaña vocacional del Seminario durante muchos años en los que fue delegado diocesano de vocaciones, para diferentes acontecimientos eclesiales, el último para el Sínodo y para felicitar innumerables Navidades con aquella sencillez y gracia con la que plasmaba al bueno de San José, a María y al Niño. Cuando la recibías era como si te llegara una sonrisa del mismísimo Portal. Fue un aficionado pescador que manejaba la caña, el anzuelo y la mosca con tal habilidad que donde nadie pescaba nada, él sacaba truchas pequeñas o grandes. Nunca venía a casa con el cesto vacío. Pateó las riberas del río Aller, en Collanzo, durante muchos años, disfrutando horas interminables hasta bien caído el atardecer. Ramón, para los que le tratamos cerca, era Monchu, Monchu Cuevas. Persona entrañable, sincera, generosa, ecuánime, discreta, optimista, con el don de consejo y la virtud de la amistad. Sin duda que tuvo y deja multitud de amigos que le estiman y le quieren.

Nació en tierras llaniscas y tenía, como muchas familias de ese vergel oriental, ramificaciones en México, de donde era su madre. Su padre era callado y santo varón. Durante la etapa de seminario anduvo por Tapia, de donde recordaba con frecuencia aquellas clases de D. Sabino con escenas parecidas al Lazarillo de Tormes; Valdediós, donde había días que no alcanzaba el pan y pasaban hambre y frío, hasta llegar al Prao Picón de Oviedo, donde recibió la ordenación el 7 de junio de 1952. Su primer destino fue la parroquia de Valdesoto, como coadjutor de D. Pedro Parajón, párroco digno de ser consignado en los anales de esa parroquia, del que guardó un cariñoso recuerdo. En el concurso a parroquias que convocó el arzobispo D. Segundo Sierra le correspondió la de Santibáñez de Riomera, hoy Collanzo, donde se venera el Cristo de la Salud. Monchu tenía temple de apóstol y mil cualidades para mover y entusiasmar a la gente. Supo encarnarse en aquel lugar y ser persona llana, popular, con fina psicología para tratar con todos. Después de comer, su tertulia y partida en el bar; era un placer verlos jugar a D. Severo y a él. Allí construyó el nuevo templo parroquial, en el que dejó su impronta artística en las vidrieras que él diseñó. Este formato de vidrieras fue utilizado, después, en otros varios templos de la diócesis, como en Santiago de Sariego. Por su estilo jovial, entusiasta, comunicativo, imaginativo, le llamó el arzobispo Tarancón para el nuevo equipo posconciliar del Seminario. Se ganó pronto la confianza de los seminaristas de los primeros años de teología. Hombre de amplia cultura y con sentido de la realidad y de la comunicación, pasó después a dirigir el secretariado diocesano de Medios de Comunicación Social y director de «Esta Hora», ganándose el crédito y prestigio de los demás medios. Aquella sala de trabajo era un lugar que concitaba visitas, encuentros, amenas tertulias, como en cualquier redacción, porque era sobresaliente la acogida y la amabilidad del ambiente. Al final tuvo como reconocimiento el ser nombrado canónigo de la Catedral, que para un enamorado de Oviedo como fue él satisfizo su ilusión.

Subtítulo: Monchu fue un hombre de muchas y grandes cualidades

Destacado: Persona entrañable, sincera, generosa, ecuánime, discreta, optimista, con el don de consejo y la virtud de la amistad

Monchu fue un hombre de muchas y grandes cualidades. Sin hacer ruido, participaba en un montón de actividades, pero de relación personal fiel y entrañable, nunca de apariencia o relumbrón. Demostró capacidad de sufrimiento al tener que pasar, en los últimos años, varias veces por el Hospital a causa de su quebrantada salud. Se puede decir que el haberlo conocido y tratado ayudó a uno a ser mejor. Me lo imagino, con el pincel y los frascos de colores, pintando acuarelas de ángeles en el cielo. Espero que me envíe una.

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