Mantenerse en pie
El pasado 25 de mayo, George Floyd entra en un restaurante de comida rápida en Minneapolis a por algo que aplaque su apetito. Se trata de un hombre corriente, como uno más del resto de millones de ciudadanos negros (afroamericanos para las legiones ofendidas), en un sitio cualquiera de los Estados Unidos. Compra un tentempié y se va a tomarlo al coche. El empleado que le ha atendido se da cuenta de que Floyd le ha pagado con un billete falso de 20 dólares, y llama a la Policía. La sucesión de hechos que se produce a continuación permanece ya en millones de retinas en todo el mundo por la viral distribución de un vídeo que los registra. Una detención con un exceso de brutalidad y aplicada con tal saña que tiene como consecuencia un fatídico desenlace: la vida de George Floyd se apaga en apenas 8 minutos. Todo por un presunto delito del que el mismo Floyd podría haber sido víctima. El agente causante de su muerte, Derek Chauvin, es blanco (caucásico si hay pieles finas en la sala).
Desde ese momento, la escena no admite juicio, y el móvil solo tiene una interpretación válida. Se da fuego a una mecha directa al pañol de la pólvora, la del racismo en su única forma denunciable en las presentes hojas del calendario: aquel que tiene como verdugo al hombre blanco y como mártires al resto de sus compañeros de especie. Y así, desde hace dos semanas, otro capítulo más de las “revoluciones” posmodernas está en marcha con su característico rodillo transnacional. Totalitario, mesiánico, cargado de moralina. Con un mensaje implícito muy rotundo: la rodilla de Chauvin es la de todos los blancos, y el pescuezo de Floyd el de todos los negros del orbe.
Arden las calles de EE UU, los saqueos a establecimientos comerciales se suceden, los ataques personales no son pocos, y se cuentan por varias las víctimas mortales.
A la par, Amazon, Sony, Nike, Netflix, Santander, y una interminable lista de multinacionales de la sociedad de consumo, las principales redes sociales, la mayor parte de los espacios informativos, celebridades de todo tipo, “influencers”, las habituales oligarquías del progresismo o gobiernos enteros de naciones occidentales con sus presidentes a la cabeza han liderado el lobby reivindicativo de los negros. Su compromiso con la causa los ha llevado a protagonizar escenas esperpénticas, profundamente ridículas, pero, sobre todo, dolorosas. Ver al presidente de una potencia mundial arrodillándose, hincando su rodilla en tierra, simbolizando así un perdón por ser lo que es, por constituir la herencia genética y cultural que sus ancestros le han dado, es dantesco.
Como cualquier producto a gusto del consumidor global, este movimiento ha sido exportado, y así este domingo podíamos presenciar como un grupete de “millennials” con sus iPhone desenfundados y algún que otro quemado veterano nostálgico de mayo del 68 hundían su rótula en las tibias baldosas de nuestra Escandalera, en perfecta genuflexión ante el poder. Con cerca de 40.000 connacionales recientemente fallecidos por el azote del coronavirus, y un espeluznante invierno demográfico instalado en nuestra tierra, el etnomasoquismo de estos ultras del sistema es insultante.
Yo no me arrodillo. Por respeto y gratitud a mis antepasados y a los que nos han dejado recientemente. Por resistencia y oposición al mundo gris y deconstruido que se nos impone. En juego está nuestro derecho a sobrevivir como civilización, el mismo que tenía George Floyd a seguir respirando.
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