Revivir el buen vivir
La lucha de fases, la carrera hacia la "nueva normalidad", nos ha devuelto una costumbre de valor incalculable que debería ser patrimonio nacional: los guateques.
Para los "millenials" -término ignominioso- el ocio por antonomasia tiene lugar a altas horas de la mañana en bares, pubs y discotecas. Todos esos lugares que permanecen cerrados como consecuencia del estado de alarma. Es por ello que los jóvenes, rebelándonos a quedarnos en casa, hemos rescatado y puesto en práctica esa vieja y admirada forma de diversión que nos legaron nuestros padres.
Tanto en una discoteca como en un guateque el fondo del asunto es el mismo, el objetivo es común. Donde hay una gran diferencia es en la forma, ahí reside su encanto. Es un estilo revolucionario de pasárselo bien.
Para empezar, la hora de quedada se adelanta sustancialmente, la cita suele ser al mediodía. Quizás es culpa del confinamiento, que ha hecho que apreciemos más la luz del día y los rayos del sol que la oscuridad y las tinieblas de la noche.
El lugar es uno de los elementos más complicados de determinar. El convite se tiene que desarrollar en la casa de algún integrante del grupo, por lo tanto, uno siempre se va a tener que sacrificar por el equipo. Poner tu morada al servicio de la diversión y el desenfreno de los demás no resulta del agrado de nadie. La responsabilidad es enorme y va in crescendo con el paso de las canciones.
Lo peor de celebrar el evento en tu casa es el día después, toca recoger y dejar aquello limpio como una patena, como si allí no hubiera pasado nada. Pero a pesar de todo, siempre hay un alma caritativa que asume el complicado papel de anfitrión.
Una vez decidido el sitio y la hora, espera lo mejor. Empiezan a llegar los invitados. Cada uno aporta su pequeño granito de arena a la merendola que se avecina: tortillas, empanadas, sandwichitos, embutidos, bollitos... los más profesionales traen hasta el postre.
Aunque la manduca es importante, siempre queda eclipsada por las aportaciones embotelladas. Sobran las explicaciones.
Con el piscolabis ya preparado, todavía falta un ingrediente importantísimo: la música. Junto con el que pone su casa, el otro gran sacrificado del cotarro es el encargado de ponerle el ritmo. Con las mejores intenciones y los mejores altavoces empieza pinchando canciones tranquilas para ir rompiendo el hielo. A medida que corre el tiempo, el intrépido DJ va intentando adaptar las canciones al estado de ánimo de los demás, va subiendo el tono, va cambiando de registro, fomentando así la plática y los bailoteos de los más introvertidos. Los más decididos pasan ya a las carantoñas y arrumacos. Todo lo que pueda venir a continuación -hablamos ya de las ocho o nueve de la tarde-, lo dejo para la imaginación de cada cual.
Hago un breve inciso en este punto para resaltar otro de los grandes pros de este tipo de eventos: su temprana hora de cierre. A la mañana siguiente, como nuevos, los más valientes hasta se atreven con un vermú. Nos vemos en los bares.
Como bien dijo el gran Ussía: una fiesta, en cristiano, es un guateque con pretensiones. Y las pretensiones a veces pueden ser muy perversas. Es por ello que la recuperación de esta venerada celebración es un motivo de orgullo y satisfacción para esa juventud alegre y distendida que por un día deja a un lado todos sus compromisos y preocupaciones para disfrutar de unos buenos bailes, tragos y bocados junto a sus amigos.
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