Un cura trabucaire
En la sección «Los lectores», del día 2 de lenero, Ángel Garralda, párroco de San Nicolás de Bari, en Avilés, disparando su trabuco verbal, arremete de forma «insaciable» contra Santiago Carrillo, en el más puro estilo de púlpito del nacional-catolicismo.
No es mi intención defender a Carrillo. De él me separan muchas cosas, por lo menos en esta época. Creo que el Santiago Carrillo de la Guerra Civil, incluso el de los años inmediatamente posteriores a la misma, cambió de rumbo con la política conciliadora y entreguista de la llamada Transición. Pienso que en lo personal, bien puede defenderse él, arrestos no le faltan.
Lo que sí quiero referirme es al modo y manera, a la mentalidad que aflora en el escrito de marras, como expresión del más feroz revanchismo y rencor de quienes, por su ministerio –dicen ellos–, les ocupa su papel en la vida el predicar el amor, la paz, el perdón.
El tal Garralda me recuerda cuando de niño –ambiente social obligaba– escuchaba, estupefacto y temeroso, las peroratas que desde cualquier púlpito de la España de posguerra se disparaban, con anatemas truculentos y atemorizantes, a los «victimarios rojos» y se elevaba a la gracia divina a los defensores de las más «antigua y rancia ortodoxia». Eran los tiempos en que los mismos curas, con su firma en aval, podían salvar a un detenido o con su negativa, condenarlo al fusilamiento; eran los días de la ira y el odio, encarnados, mejor que nadie, en aquellos curas cuyo trabuco eran su palabra vindicativa y aterrorizante; eran los días en que el cura de pueblo registraba la asistencia a misa de sus vecinos o que vigilaba y denunciaba públicamente a aquellos pobres aldeanos que faenaban en días de fiesta religiosa: eran los días de confesar lo cierto y lo incierto; eran los días de tétricas sotanas y manteos negros, de genuflexiones y besamanos callejeros; eran los días negros de la España oscura, del rencor, la denuncia y la revancha; eran los días tristes del hambre, de la represión y del silencio.
Está claro que no soy creyente, aunque la Iglesia católica me mantenga en sus registros, pero, también, debo dejar claro que nada tengo en contra de la Iglesia de los fieles, la respeto aunque no comparta sus creencias. Mas, asimismo, debe quedar claro que curas como el párroco de San Nicolás de Bari son la expresión más clara y contundente de una Iglesia oficializada, de una jerarquía anacrónica que hace del rencor, de la mentira, de las verdades a medias, el estandarte del revanchismo, en prosecución de viejos, gastados e imposibles renacimientos de otrora tiempos gloriosos de la fe y el dogmatismo y del oscurantismo; en una palabra, del irracionalismo.
Curas como éste no son otra cosa que «desfasados curas trabucaires», macabra caricatura de «curas merinos», portavoces avanzados de un esquema mental-religioso fuera del tiempo, anclado en el pasado, celoso guardián del dogma arrogante del fanatismo y del pensamiento más lúgubre del idealismo antihumano.
Flaco favor le hace el señor cura párroco –seguro que el tratamiento es de su agrado– a los bienintencionados creyentes y no por ello fuera del mundo actual, donde, a pesar de todo, el hombre es el centro del universo.
¡Ah, aquella España de posguerra! ¡Cuán feliz estaría el señor cura de vivirla! Incluso, sin rubor alguno, sin misericordia, negaría su aval a la implorante esposa o madre o hermana o novia de un condenado o perseguiría a los malos cristianos que no guardaban los días de precepto o, ¡qué orgasmo!, trastocaría su trabuco verbal por otro que vomitara plomo. ¡Eso sí!, todo bajo el manto virginal de una imagen milagrosamente salvada de las hordas rojas y, ¡claro está!, en nombre de los valores eternos de la cristiandad. ¡Felices días aquellos de la «cruzada», cuando el anticristo fue vencido!
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