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Padre Mundina, un hombre para la eternidad

9 de Septiembre del 2020 - Julio L. Bueno de las Heras (Oviedo)

Don Vicente Mundina Balaguer, el cura de las plantas, que cumplió 88 años precisamente este 9 de septiembre, dice que se retira definitivamente de otras labores para dedicarse de lleno a la del cuidado de su alma sacerdotal. Lo hace “al atardecer de su vida”, como reza uno de los imponentes cánticos espirituales de los que fue autor su entrañable amigo, el no menos genial y prolífico compositor monseñor Cesáreo Gabaráin. Así lo acaba de anunciar la semana pasada desde los micrófonos de EsRadio, la emisora desde la que nos venía encandilando a sus muchos ya talludos seguidores, fin de semana tras fin de semana, desde hace casi una década.

Después de pasar por televisión –donde ya se hizo famoso desde los años setenta y ochenta–, por radio, prensa y bibliografía especializada, Mundina venía desarrollando, con su singular estilo, la sección de plantas y flores dentro del programa “La Jungla de asfalto” (hábitat de “nuestros colaboradores y amigos” los animales más cercanos al hombre) junto a otro inseparable colega suyo –casi cuarenta años de colaboración profesional–, el no menos conocido biólogo y comunicador el profesor Miguel del Pino, siempre dedicado este al mundo animal en la benéfica y desasistida estela de ecologismo sano y auténtico que iniciara el inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente.

Sin otra opción debida que la de respetar su –por lo demás– sorpresiva decisión, no alcanzo a imaginar qué más puede hacer un ser humano para rendir cuentas “cum laude” ante el Todopoderoso cuando le llegue la hora del examen final, siempre dentro de los plazos que le hayan sido asignados en un reparto de misiones y talentos del que, ciertamente, don Vicente salió bien servido “ad maiorem Dei gloriam et ad hominem optimun ministerium”. No soy quién para enumerar todo lo que Mundina ha hecho por nosotros, compatriotas o no, desde seminarios, escuelas, hogares de acogida, viveros, púlpitos, oratorios y medios de comunicación. Sin mirar a quién, a su credo o condición; ni cómo, ni cuándo. No soy uno de los centenares de jóvenes a los que, en su día, salvó o encarriló la vida. Solo puedo agradecerle el dilatado magisterio de sus libros y de su palabra. (Y de sus clases particulares: hace un par de meses, a mediados de julio, y en respuesta a una pregunta que hicimos días atrás en su programa, nos telefoneó a casa y nos dedicó, a unos desconocidos –a mi mujer y a mí–, casi una hora de su tiempo con una lección práctica sobre compostado; lección fluidamente entreverada –sello de la casa– de anécdotas del Hogar Nazareth y de la Escuela Española de Arte Floral, dos de sus obras más queridas). Aun con este privilegio que ansiaba relatar (pero no precisamente por el motivo de este escrito), no alcanzo currículum para glosar debidamente su personalidad atípicamente encandiladora, auténtica y coherentemente creyente, resolutivamente vocacional, generosa, recia, valiente, arrolladora, insobornable, multifacética, respetable, respetada …y, encima, genialmente eficaz… ¡y exitosa!

Por ello, y aunque tarde, como yo –y si no lo han hecho aún–, les recomiendo que lean de un (ineludible) tirón su autobiografía “Mi vida, mi gente, mis plantas” (2009). Particularmente en estos tiempos que corren, con este paisaje y este paisanaje. Como dice su editor, son unas “memorias que retratan una calidad humana y una época”.

A Dios pongo por testigo de que, si localizo su número de móvil –el de Dios, no el de Mundina, que ya lo tengo– le voy a rogar, con toda el alma, que nos siga prestando a ratos a este singular predicador. Sin prisas, Señor, que tiempo habrá “para que la pena nos alcance”.

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