Tarancón al paredón
En estos últimos años no hay sermón arzobispal en nuestra fiesta de Covadonga que, como eco de los histórico-míticos orígenes evocados, no suscite riscosas batallitas. A resultas, dichas homilías van adquiriendo un nada desdeñable morbo como técnicas estímulo-respuesta de analítica sociológica. Al señor arzobispo, en tanto que carne mortal, se le podrán hacer merecidos e inmerecidos reproches en otros ámbitos de su actuación personal o pastoral –homo ad hominibus– pero no puede atribuírsele falta de coherencia (en lo concerniente a doctrina y sus alambicadas interrelaciones morales, sociales, culturales y políticas) y valor para ser previsible y no cambiar el chip en ambientes enrarecidos, cuando no hostiles. Siempre dentro de las leyes de un Estado de derecho aconfesional, y siempre como es exigible a una personalidad pública y como es lícito a una autoridad religiosa.
La armonización de derechos, deberes y libertad (o parcelas de libertad) es un indicador de calidad cívica y democrática. Como sucede con la prensa y otros poderes fácticos, tanto la apesebrada sintonía –en este caso de una Iglesia– como su radical beligerancia con la autoridad política serían señales de alarma. Pero lejos de la zona crítica –donde esperan checas, tapias y cunetas– convendrán conmigo en que (fuera del Estado Vaticano o del recinto privado de Buckingham Palace) es mucho más peligrosa la primera opción que la segunda.
En el Día de Asturias –antes de que algún Gobierno desposea a la Santina, pequeñina y galana, del señorío de Covadonga, retire a Pelayo cualquier pedestal, medalla o título de victoria xenófoba, y convertida la Cueva en centro de reinterpretación sexista– el pensamiento único querría imponer a los predicadores un discurso reglado, precedido de desfile jalonado de espontáneos aplausos al faraón (o persona en quien delegue), y ceñido a evocar lo fuerte que, sin dejar a nadie atrás y arrimando hombros, etc., puede salirse del trance de sobrevivir a las diez plagas. Así, la verdad o, al menos, una parte de la verdad científica y objetivamente contrastable en la manipulación de la pandemia en curso –como es referirse, genérica, medida y franciscanamente, a errores, improvisaciones, marrullerías y mentiras– se convierte, para los pieles delicadas de cierta ideología engreída, intocable e invasiva, en ofensas perseguibles por la Fiscalía del Gobierno (muy bueno, señor arzobispo, como travesura monacal y pellizco de monja, lo de “Oz y martillo”).
Tres lecciones podemos sacar de la última refriega:
Primera, y en aras de una civilizada y conveniente convivencia intercultural e interideológica: Que los continuadores de la obra de D. Felio Vilarrubias, a quien tanto debe, entre otros, el exquisito a la par que robusto protocolo de los Premios Príncipe y Princesa de Asturias, desarrollen cumplidamente un manual de protocolo y ceremonial ad hoc –escenografía, música, palabra y sus correspondientes líneas rojas– al reto también anual de los actos del Día de Asturias.
En su actual liturgia algo no funciona.
Segunda, y en aras de una conveniente atmósfera respirable en el cada vez más menguado y mosqueado y dividido clero asturiano: Que D. Jesús Sanz Montes O.F.M. reflexione sobre las analogías y diferencias entre una diócesis y una comunidad conventual, entre autoridad y potestad. Que el clero asturiano siga la consigna papal de no tener miedo; y menos al pastor en jefe. Y que unos y otros reflexionen acerca de las analogías y diferencias entre consejos y camarillas. Entre prudencia y cobardía. Entre izquierda y progresía.
En esta diócesis algo no funciona, y en la Conferencia Episcopal tampoco.
Tercera: A pesar de estas ridículas y esterilizantes taifas do habitamos, tratemos de recuperar, si alguna vez las tuvimos juntas y reunidas, la dignidad, la libertad de memoria, pensamiento y expresión, la sensatez, la vergüenza y el sentido de las proporciones.
En este país hay mucho que no funciona.
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