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Decadencia política y crisis institucional

17 de Octubre del 2020 - Julio L. Bueno de las Heras (Oviedo)

Me tomo la licencia de poner una nota al margen del último editorial, "La vergonzosa decadencia de la política española", una de las analíticas más realistas, crudas, dramáticas (y tristes) que se han podido leer en LNE. Como recordarán ustedes, arranca dicho editorial con un pensamiento tan válido por boca de Agamenón como por la del actual director general de la OMS -"No politicen el coronavirus a menos que quieran más bolsas de cadáveres"- para seguir con un minucioso y demoledor repaso del caos que estamos viviendo en España. Caos que está devaluando aún más nuestra cotización en el desafinado concierto de las naciones, donde alimentamos el resucitar de leyendas negras en forma de negras realidades, ahora como "nación ingobernable", "país descontrolado", "Estado fallido", "sistema institucional roto", "política venenosa", "degradación a tope", terreno abonado para un "bíblico descalabro económico"... en suma, "un problema para Europa".

Patética surfista, hundida en la primera ola, ahogándose en la segunda, España (ahora pilotada por izquierda y extrema izquierda) parece forzada a tocar fondo y a seguir hocicando en él. Para morirse de vergüenza si todavía nos quedase para una dosis de adultos.

Ciertamente la política española ha decaído vergonzosamente, y lo ha hecho exponencialmente en los últimos tiempos (tres sexenios desde los primeros patinazos alarmantes, tres años para rematar el golpe con el que conseguir una bonita lesión de columna vertebral y unos meses más para llegar a la puerta de la UCI, o de algo peor. No está mal). Pero -y a esto iba- todos los penosos subproductos de temporada pandémica que se desgranan con asepsia quirúrgica en este editorial -"mercadeo con las taifas", "falseo de cifras" y "mentiras impunes", "férreos caudillajes" (según otras fuentes, tóxica mezcla de psicopatía, maquiavelismo y narcisismo)- no pueden repartirse por igual entre toda la clase política como cuando los buenistas diluyen culpas al condenar la violencia "venga de donde venga". En nuestra actual clase política hay Gobierno, hay oposición y hay otras cosas. Si hay "decadencia de la clase política", como reza un título imposible de no compartir, es que estamos frente a la peor clase política de los últimos tiempos; luego el silogismo se completaría concluyendo que tenemos el peor Gobierno de los últimos tiempos. Que cada cual ponga unidades a ese tiempo.

Y es que cuando un gobierno se fundamenta internamente en alianzas de soporte recíproco con quienes manifiestamente están contra las instituciones o contra la propia estructura del Estado -secesionistas y contemporizadores, cuando no amigos de terroristas- es que algo va realmente mal. Cuando un gobierno tiene inequívocos vínculos bidireccionales con proscritos regímenes totalitarios de tercera y cuarta división, cuando las previsiones legales se tratan de burlar o cortocircuitar temeraria y aconstitucionalmente; cuando en la (libre) memoria colectiva la gobernación se percibe invasiva, sesgada y radicalizada; cuando la independencia de los poderes se halla en crisis por vía de asalto; cuando el gran hermano puede enajenar impune e impúdicamente voluntades, cuando el temor hace enmudecer a los discrepantes internos, y cuando algún librepensador podría maliciar que la covid-19 es una epidemia destructora de vidas y haciendas que sirve de socapa y vehículo de otra peste de patología no menos destructiva y cada vez más descarada..., es cuando la conciencia cívica colectiva, en demanda de otros valores -el editorial así lo dice, añadiendo también reto y aliento de esperanza- debe exigir, y puede conseguir, la regeneración del sistema acogiéndose a sus defensas naturales.

¿Cuáles?

Primera vía: De las reacciones primarias de los disidentes totalitarios -véanse a sí mismos como salvapatrias o como revolucionarios- ya sabemos bastante: van del golpismo al terrorismo, pasando por el crimen de checa o el expeditivo paseo hacia cuneta, tapia o paredón. Pero las defensas naturales para un demócrata -se vea a sí mismo como patriota o progresista, o siendo ambas cosas- están en la interpretación y aplicación de las leyes que, en primera instancia, ejercen los tribunales. Sin ira, sin miedo y sin complejos. De ahí se sigue la ineludible judicialización de la actividad sociopolítica.

Segunda vía: Algunas ideologías y estabulaciones -a derechas e izquierdas- son más proclives que otras al patrimonialismo electoral o al hooliganismo, y llevan muy mal eso de la discrepancia, la independencia y la libertad de seguidores y contrarios. En condiciones de normalidad sistémica, la libre discrepancia democrática puede esperar a la próxima llamada a las urnas y, como libre que es, puede cambiar de adscripción o de voto; o puede buscar mejor acomodo generando nuevas formaciones políticas (generalmente denostadas por un sistema acostumbrado al paisaje).

Tercera vía: En condiciones de urgencia, real o percibida, y cuando el chasis del Estado todavía no se ha visto dañado irreversiblemente, las constituciones -preferentemente las escritas- prevén mecanismos de emergencia, que pueden oscilar de lo curativo/mano de santo a lo paliativo/eutanásico, pasando por lo terapéuticamente reanimador y/o estimulante. Para eso parecen estar concebidos los artículos 113 y 114 de nuestra hiperconsensuada aunque tercamente torcida, fisurada, burlada y traicionada Constitución de 1978: la moción de censura parlamentaria.

Ninguna de estas opciones, todas legítimas, compatibles y complementarias, es una panacea, ni atraumática ni gratuita. Y es que ninguna terapia es preferible a la ausencia de enfermedad. La salud total en sistemas poblacionales es una utopía, pero el mínimo de salud para sobrevivir en democracia exige lo que este editorial citaba en sus esperanzadoras últimas líneas: que los votantes -sean parlamentarios o electores- sepamos lo que votamos y a quienes votamos en cada momento. Que si los votantes tenemos las ideas claras, valores claros y criterios claros -a fe mía que muy alto ponen el listón- los gobernantes terminarán por ejecutarlas.

Que Dios, más pronto que tarde, oiga al editorialista de LNE.

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