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Del despotismo ilustrado a la manipulación iletrada

13 de Diciembre del 2020 - José María Casielles Aguadé

Es un hecho difícilmente discutible que mientras la historia nos lo enseña de forma pertinaz, nosotros nos acantonamos en la ignorancia de las cosas.

En el siglo XVIII, la Humanidad aguantó la insolencia del “Despotismo ilustrado”, un movimiento monárquico-absolutista que predicaba: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Exceso que trató de abortarse con la violenta brutalidad de la revolución francesa; tan igualmente excesiva, que el impresentable primer cónsul de la república, Napoleón, se coronó después como emperador. ¿Cabe mayor necedad?

Recuperemos la sensatez revisando los conceptos: la “política” auténtica, es el arte de gobernar buscando el desarrollo de la sociedad y el bienestar de los ciudadanos, de acuerdo con la constitución y las leyes vigentes.

“Politiquear” es otra cosa: intrigar, enredar, maquinar, incordiar, servirse de y manipular. Quede claro pues y lo digo como viejo diputado y senador, un elogio a la política decorosa y mi repulsa a la demagogia. Y ¿qué es la “demagogia”? Transcribo casi literalmente del diccionario: demagogia es la manipulación de las clases populares, en busca de apoyos políticos. Se funda en una oratoria agresiva; promesas vagas, utópicas o imposibles; presentación deformada de los hechos, y halago a las actitudes colectivas irracionales y violentas, muy del gusto de los regímenes dictatoriales, usuarios habituales del decreto-ley, que tratan siempre de imponer su interés personal, haciéndolo pasar por objetivo. Está claro que respetamos y elogiamos a la “política” auténtica, como atención personalizada el prójimo, frente a la demagogia que ya hemos definido. Aclaremos también otros conceptos básicos para fundamentar nuestra opinión, que nunca debe ser sectaria.

Sumario: Sobre el arte de la política auténtica

Destacado: El parlamentarismo insta a la dialéctica, basada en el contraste objetivo de pareceres, razones y verdades. Mala cosa que el Parlamento actual no funcione así

La autoridad (del lat. “autorictas”) es el derecho a mandar, de acuerdo con la Constitución y las leyes. El poder (de “potestas”) es la imposición por la aplicación de la fuerza.

Históricamente, hemos de reconocer la transición del “despotismo ilustrado” a la “manipulación ilustrada” o “despotismo iletrado” (siglo XXI), que propone de forma efectiva: “Nada para el pueblo, pero con los aplausos del pueblo”, lo que ya “tiene tela” y es acorde con la vocación palmera republicana.

La vigente Constitución de 1978, ampliamente refrendada por suscripción popular, postula que nuestros sistema político está basado en el “parlamentarismo”; es decir, en la supremacía del poder legislativo sobre el ejecutivo, en el que el Parlamento “controla” las funciones del Gobierno, frente al “despotismo”, que practica el ejercicio del poder sin sujeción a ninguna ley; esto es, el abuso legal. El parlamentarismo insta a la “dialéctica”, que es el arte de dialogar y discutir, basado en el contraste objetivo de pareceres, razones y verdades. Mala cosa que el parlamento actual no funcione así.

Recordemos que la autoridad está sustentada por la razón moral. Y no olvidemos las viejas enseñanzas de las culturas orientales, como la india del Karma, que preconiza la potencia imbatible de los hechos, y tiene su equivalente natural en el principio básico de la física sobre la acción y la reacción: los hechos honestos mandan, más tarde o más temprano, con su ineludible “efecto de rebote”, tan tenaz como eficiente.

Digamos, también, que la “información”, derecho esencial de las democracias, puede reducirse interesadamente por las limitaciones de la “censura”, y lo que es peor, sustraerse y deformarse por el secuestro, la tergiversación y la manipulación; pero también hay que reconocer que el desaforado uso y abuso de la palabra desde el poder, se vuelven contraproducentes. La verborrea no oculta, sino que denuncia la falta a la verdad, y aburre a las ovejas.

Para terminar, mis sinceros respetos a los adversarios más dignos que he conocido: entre otros, Paco Vázquez, alcalde de La Coruña y embajador en el Vaticano; Joaquín Leguina, delegado del Gobierno de Madrid; Javier Solano, encargado de Asuntos Exteriores de la Comunidad Europea; y el ya fallecido Gregorio Peces Barba, catedrático de Derecho y rector de la Universidad, a quien directamente oí decir en el aula parlamentaria de la Junta General del Principado de Asturias, que las comunidades autónomas españolas rebasaban con creces las atribuciones de muchas estructuras federales de otros países. Todos ellos han propiciado limpiamente la fuerza de la razón sobre la arrogancia y el insulto en la actividad parlamentaria. Ante todo, y como todos ellos reconocían, están el respeto al prójimo y a los intereses de España, nuestra patria común.

Así lo creo yo también.

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